Los dos jóvenes,
idénticos hermanos gemelos, se sentaron a cenar en silencio, uno a
cada extremo de la alargada mesa.
Mañana
hablaremos sobre la herencia de nuestros difuntos padres dijeron,
y se fueron, cada uno por su lado, a sus respectivas habitaciones.
Uno de ellos se acostó,
incómodo y con un creciente ardor de estómago. El otro no podía
dormirse. Estaba nervioso y sonreía maliciosamente, frotándose las
manos. Sabía que, en cuestión de pocos minutos, haría efecto el
veneno que le había suministrado a su propio hermano, disuelto en la
cena que él mismo le había preparado. A la mañana siguiente, tan
sólo quedaría uno de los gemelos, él, para quedarse con toda la
apetitosa herencia.
Los gritos y estertores
de dolor fueron terribles, y duraron mucho más tiempo de lo que él
había esperado, pero finalmente cesaron y dieron lugar a un
impenetrable silencio. Acudió a la habitación de su hermano y
comprobó que éste había fallecido. Apenas se inmutó ante la
dantesca escena, pero regresó rápidamente a su propia habitación.
Allí se encendió un cigarrillo y salió al balcón para fumar
apaciblemente, su rito habitual de todas las noches, justo antes de
acostarse. En cuanto pisó el firme de la terraza, se oyó un sonoro
crujido y, de repente, ésta se desplomó al jardín, desde no menos
de diez metros de altura.
A la mañana siguiente,
la policía encontró a uno de los gemelos muerto entre los escombros
de la terraza desplomada. Al otro, lo encontraron igualmente muerto
en su propia cama, con un terrible rictus en el rostro, y
aparentemente envenenado, pero con unos misteriosos restos de polvo
de yeso bajo las uñas, como si el día anterior hubiese estado
enfrascado en una frenética obra.
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Relato presentado al 'I Certamen de Microrrelatos de www.ventadepisos.com'.
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