26 nov 2021

"La ciudad" (microrrelato)

La Ciudad era dura con los recién llegados. No había lugar para la misericordia. Sobrevivir o morir. Y a veces lo segundo era mejor que lo primero.

Mi hermano mayor partió tres años antes que yo y, tras seis meses en la Ciudad, dejó de llamar. Dejó de escribir. Desapareció. La Ciudad me recibe a mí ahora, con su abrazo frío y áspero. Mi hermano vino a labrarse un futuro que no tendría jamás en casa. Yo vengo a buscarle.

Me cobijo en el barrio de los Despojados, donde llegamos todos los inmigrantes, y encuentro miedo y frustración. Nadie recuerda a mi hermano, pero alguien me cuenta una leyenda urbana: los muertos sin nombre se aparecen allí donde fallecieron. Recorro cada callejón de la Ciudad. Rebusco en cada esquina. Mi hermano no aparece. Tampoco encuentro su fantasma.

Un día, me siento en un banco del parque, me miro las manos sucias y agrietadas, y soy consciente de la soledad que me ha acompañado desde que llegué aquí. Noto el hambre que me devora desde hace semanas. Mis músculos no tienen fuerza ya. Cierro los ojos y olvido todo.

Dicen que en el parque se aparece el fantasma de un pobre desharrapado que, a veces, te sujeta por los hombros y te zarandea, sin dejar de preguntar con desesperación una y otra vez lo mismo…

¿Dónde está mi hermano?



Microrrelato participante en el microrreto de El Tintero de Oro: Leyendas Urbanas. Enlace:

https://concursoeltinterodeoro.blogspot.com/2021/11/retocomoescribirunaleyendaurbana.html


13 oct 2021

"Éxodo frío" (relato)

El pequeño alienígena mandó la señal a la lejana nave nodriza, a través de un canal estable, antes de que la escasa energía de su propia cosmonave se extinguiera por completo. El mensaje llegaría casi de forma instantánea, saltando de cuerda a cuerda a nivel cuántico, desplazándose incluso a lo largo de diferentes dimensiones, y atravesando finalmente cerca de setenta millones de años-luz hasta su receptor. Su vehículo monoplaza agonizaba ya antes de acercarse al planeta, desgastado por el duro y dilatado viaje interestelar, y la violenta entrada en la atmósfera lo había dejado definitivamente inservible. El ser extraterrestre estaba además ciego desde hacía tiempo, después de acercarse imprudentemente a Próxima Centauri, una de las tres estrellas del sistema Alfa Centauri, cuando tan solo intentaba hacer una pausa en su periplo, dirigiéndose a un pequeño planeta de dicho sistema, una de las preciadas fuentes de agua en la galaxia. Pagó un precio caro pero sin el líquido elemento no habría durado mucho más en su tortuosa odisea.

Al igual que con las comunicaciones, su astronave podía atravesar el espacio cuántico, viajando a través de diferentes cuerdas –estables o temporales–, avanzando millones de kilómetros en apenas un instante. Pero mientras que los mensajes, apenas unos bits de información contenida en partículas subatómicas, podían recorrer millones de años-luz en un único trayecto sin llegar a corromperse, la tecnología de su medio de transporte no le permitía realizar grandes recorridos. Los enlaces atómicos no soportaban lo suficiente y tanto moléculas como átomos corrían el riesgo de descomponerse de forma fatal. Además, una prolongada exposición al campo cuántico tampoco era una situación compatible con la vida para los seres orgánicos. Por lo que se veía obligado a realizar pequeños saltos cuánticos, con un necesario descanso entre ellos, y llevando tanto su equipo como su cuerpo al límite en cada uno de ellos.

Finalmente había llegado a su destino, aunque su ceguera le impidió apreciar la belleza de aquel planeta azul y blanco, y a duras penas logró maniobrar los mandos para evitar acabar estrellado contra la superficie. Los sensores de la nave le indicaron que el planeta carecía de vida pero contenía abundante agua. Podría ser un destino apto para su especie, los últimos supervivientes de un planeta ya extinto, refugiados interestelares en tránsito hacia una nueva existencia. Envió la señal acordada, y la astronave, su fiel servidora y única acompañante durante tanto tiempo, se despidió de él con un aparatoso estertor. Quedaba así completamente incomunicado. Se introdujo en un traje presurizado con adaptador atmosférico, que le permitiría subsistir en condiciones adversas, adaptando el aire exterior a unas condiciones asumibles para su organismo. Tenía aire respirable y agua en abundancia, por lo que podría sobrevivir hasta la llegada de sus congéneres, aún a varios millones de años-luz de distancia. Se armaría de paciencia para sobrellevar tan larga espera en la soledad de aquel vacío planeta.

Salió al exterior.

Se encontró con hielo. Mucho hielo. Por todas partes. Sus ojos ciegos no podían verlo, pero notaba la potente claridad de la superficie congelada. Un vasto espacio abierto, cubierto de sólido e inamovible hielo, le rodeaba. Blanco y frío, eterno e infinito. Dio unos pasos, maravillado, tratando de imaginarse la escena. En el cielo, de un azul radiante ajeno a su visión perdida, brillaba con fuerza la estrella sobre la que seguramente orbitaba aquel mundo blanco. El alienígena incluso podía notar el calor que proporcionaba en aquel frío inmenso. Extendió sus cuatro largas extremidades superiores y agitó los pequeños tentáculos ubicados en sus extremos. En su especie, era un claro signo de alegría.

En el horizonte, apenas visibles, unos pequeños puntos oscuros se movían en su dirección, sin que aquel ser fuera consciente de ello.

---

En cuanto se detectó aquel objeto desconocido penetrando en la atmósfera terrestre, los diferentes gobiernos de la Tierra se movilizaron en su búsqueda. No pasó mucho tiempo hasta que una expedición lo localizó. Aquellos restos encontrados en la Antártida suponían todo un reto para los mejores científicos de la Tierra. Contenían una tecnología completamente desconocida hasta entonces, y sin duda superior a la desarrollada por el ser humano. La criatura insólita y amorfa que se agitaba junto a aquellos restos, visiblemente orgánica aunque cubierta por una especie de extraño traje espacial, y aparentemente inteligente, era una clara amenaza para la humanidad.

Con cada nuevo experimento que realizaban sobre su maltrecho cuerpo, el alienígena tan solo deseaba que fuera el último y le dejaran morir por fin. Con cada nueva prueba, tan solo se lamentaba y se maldecía a sí mismo. Incapaz de comunicarse con aquellos seres morfológicamente tan diferentes a él, el dolor y la agonía que le provocaban no eran nada comparado con su sentimiento de culpa. Su especie, los últimos supervivientes de un planeta ya extinto, se dirigían sin saberlo a la perdición más absoluta.