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Escribo sobre lo que me da miedo, me fascina o me emociona. Cuento mentiras que se vuelven realidad al empaparse con tinta. A veces, las ideas me obsesionan. Otras veces, las obsesiones me dan ideas. Mi nombre es Igor Rodtem y, cada 11 de junio, renazco de mis cenizas en Bilbao.
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ACTO 1
Las leyes establecían que solo uno de los hijos podía ingresar en la Escuela de Magia. Las tradiciones familiares siempre habían consistido en que fuera el primogénito o primogénita quien se matriculara. Cuando Amelia y Timmer tuvieron gemelos, les entró la duda. Sheela había sido la primera en asomarse y quizás podría considerarse como la primogénita, pero quizás eso no fuera totalmente justo para con Kalder, así que decidieron que lo mejor sería consultar al Oráculo.
—Ambos tienen el mismo derecho de estudiar magia –sentenció el venerable anciano. Y, fiel a su costumbre, no añadió nada más.
Hasta que no cumplieran doce años, no recibirían la invitación de la Escuela, y Amelia y Timmer decidieron observar a sus hijos y ver quién de los dos desarrollaba más cualidades mágicas. Era habitual que quienes fueran a acudir a la Escuela de Magia mostraran signos de su potencial antes de la edad de ingreso, pero no siempre ocurría así. Kalder y Sheela no mostraron ninguna evidencia de capacidades mágicas en su interior. Era extraño, porque las familias de sus progenitores se habían caracterizado siempre por una precoz muestra de pequeñas habilidades mágicas, pero al parecer no era así en esa ocasión.
Cuando cumplieron los doce años, llegó puntual la carta de invitación de la Escuela de Magia, abierta a cualquiera de los dos gemelos, pero tan solo para uno de ellos. Fue en ese momento, pues también estaba establecido así en las leyes, cuando sus padres les contaron la auténtica verdad. Kalder, que siempre se había mostrado más impulsivo y exigente que su hermana gemela, insistió en que quería ir. Sheela, a quien también le hacía ilusión, acabó cediendo ante la insistencia de su hermano, para evitar que se llevara un berrinche. Así, Kalder acabó marchando a la Escuela de Magia, sin ni siquiera despedirse de su hermana, ni mucho menos agradecerle el gesto que había tenido con él.
ACTO 2
Cuando tan solo habían pasado unas pocas semanas desde la partida de su hermano, Sheela empezó a notar las primeras cosas extrañas. Objetos que parecían moverse solos, puertas que se abrían y cerraban sin que nadie interviniera… No tardó mucho en darse cuenta de que era ella quién provocaba tales efectos extraños. Nuevamente, sus padres decidieron acudir al Oráculo.
—Un gemelo estudia –dijo, en un aura de misterio–, el otro aprende.
A mitad de curso se celebraba un evento festivo en la Escuela de Magia, donde podían acudir los familiares del alumnado. Era momento también de comentar con los padres la evaluación y evolución de sus hijos. Amelia y Timmer llevaban tiempo esperando aquella oportunidad. Una vez que se intercambiaron las informaciones de cada bando, la conclusión era clara: Kalder estaba recibiendo las lecciones, pero era incapaz de generar la más mínima magia, ni reproducir el hechizo más sencillo, mientras que Sheela, sin haber estudiado nada de magia, de alguna manera había interiorizado las lecciones de su hermano, como si hubiera estado presente en cada una de las clases. Sin duda, tenían algún tipo de conexión especial. Cuando ambos niños se enteraron de lo que pasaba, nuevamente Kalder se puso hecho un basilisco, gritando que aquello era completamente injusto, pero entonces, en el que posiblemente fuera su momento de mayor brillantez en la vida, se dio cuenta que si intercambiaba los papeles con su hermana, sería él quien aprendiera magia. Exigió entonces que fuera su hermana quien continuase en su lugar en la Escuela. Sheela, nuevamente para evitar males mayores, aceptó. La tristeza en su rostro contrastaba con la enorme alegría en el de su hermano.
ACTO 3
Kalder no tenía paciencia. Sheela apenas llevaba unos días en la Escuela de Magia, pero él ya estaba desesperado porque no había aprendido ningún truco ni hechizo, hasta que de pronto, un día, la magia empezó a correr por sus venas. Los hechizos que él había sido incapaz de reproducir, y otros nuevos, ya no eran ningún secreto para él y, al contrario que su hermana, que actuó con prudencia y había intentado ser cautelosa y discreta con sus habilidades, Kalder no dudó en usar su magia en todo momento, para divertirse, para hacer rabiar a los vecinos o incluso para vencer el aburrimiento. Así estuvo durante varias semanas, ante la desesperación y resignación de sus padres, que poco podían hacer para controlarle, pero un día Kalder notó al despertarse que la magia ya no estaba allí. Efectivamente, probó todo tipo de hechizos y trucos, y ninguno funcionó. No pudo contener la rabia y se pasó todo el día gritando. Por la noche se calmó, confiando en que fuera algo puntual, pero al día siguiente nada había cambiado. Varios días después, su hermana Sheela estaba ante la entrada de la casa, con una carta de la Escuela de Magia en la mano. Sus padres la abrieron, asombrados, y pudieron leer que su hija había sido expulsada por realizar uno de los hechizos prohibidos.
Relato para el Concurso de Relatos 39ª Ed. Harry Potter y la Piedra Filosofal, de J.K. Rowling, convocado por EL TINTERO DE ORO. Enlace:
https://concursoeltinterodeoro.blogspot.com/2023/12/concurso-de-relatos-39-ed-harry-potter.html
La pesca estaba siendo escasa y las jornadas se hacían largas y extenuantes. Cansados y hambrientos, se pelearon por el último pez que había picado en el anzuelo, con tan mala suerte que, en la fría noche, Koyuk rebanó el pescuezo a su compañero Nanuk con el cuchillo para destripar el pescado. Arrepentido y asustado, corrió a acurrucarse dentro del iglú, donde pudo entrar en calor, aunque no paró de temblar. Su intención era dejar que la nieve cubriese el cuerpo durante la noche y por la mañana derribaría el iglú y regresaría al poblado. Intentó idear alguna historia para contar a sus respectivas familias, pero entonces comenzó el iktsuarpok, esa necesidad, común en los inuit, que les insta a salir del iglú para ver si alguien se está acercando. Aun sabiendo que era imposible que su fallecido amigo se moviera, o que nadie se aventurara por allí a esas horas, el ansia pudo con él y salió al exterior.
Avanzó unos pasos bajo los copos de nieve, pero el cadáver había desaparecido. Nevaba fuertemente y apenas quedaba rastro de la pelea, pero no había pasado el suficiente tiempo como para cubrir el cuerpo. Al regresar al iglú, se lo encontró cerrado por dentro, y vio unas huellas ensangrentadas alrededor. Pensó que quizás Nanuk no había muerto en la pelea y que tal vez aprovechó el descuido de Koyuk al salir del iglú para colarse dentro. "Te pasará como a mí", pensó tranquilamente Koyuk, "tendrás que salir, y entonces te remataré". Pero en ese mismo momento vio unas letras en la entrada del iglú, escritas apresuradamente con sangre: "los muertos no sufrimos iktsuarpok".
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Publicado originalmente en Twitter (X), a propuesta de @MandragorAradia, basado en la palabra IKTSUARPOK.
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Autora de la imagen: Ella Frances Sanders |
El pequeño alienígena mandó la señal a la lejana nave
nodriza, a través de un canal estable, antes de que la escasa energía de su
propia cosmonave se extinguiera por completo. El mensaje llegaría casi de forma
instantánea, saltando de cuerda a cuerda a nivel cuántico, desplazándose
incluso a lo largo de diferentes dimensiones, y atravesando finalmente cerca de
setenta millones de años-luz hasta su receptor. Su vehículo monoplaza agonizaba
ya antes de acercarse al planeta, desgastado por el duro y dilatado viaje
interestelar, y la violenta entrada en la atmósfera lo había dejado
definitivamente inservible. El ser extraterrestre estaba además ciego desde
hacía tiempo, después de acercarse imprudentemente a Próxima Centauri, una de las tres estrellas del sistema Alfa Centauri, cuando tan solo intentaba
hacer una pausa en su periplo, dirigiéndose a un pequeño planeta de dicho
sistema, una de las preciadas fuentes de agua en la galaxia. Pagó un precio
caro pero sin el líquido elemento no habría durado mucho más en su tortuosa
odisea.
Al igual que con las comunicaciones, su astronave
podía atravesar el espacio cuántico, viajando a través de diferentes cuerdas
–estables o temporales–, avanzando millones de kilómetros en apenas un
instante. Pero mientras que los mensajes, apenas unos bits de información
contenida en partículas subatómicas, podían recorrer millones de años-luz en un
único trayecto sin llegar a corromperse, la tecnología de su medio de
transporte no le permitía realizar grandes recorridos. Los enlaces atómicos no
soportaban lo suficiente y tanto moléculas como átomos corrían el riesgo de
descomponerse de forma fatal. Además, una prolongada exposición al campo
cuántico tampoco era una situación compatible con la vida para los seres
orgánicos. Por lo que se veía obligado a realizar pequeños saltos cuánticos,
con un necesario descanso entre ellos, y llevando tanto su equipo como su
cuerpo al límite en cada uno de ellos.
Finalmente había llegado a su destino, aunque su
ceguera le impidió apreciar la belleza de aquel planeta azul y blanco, y a
duras penas logró maniobrar los mandos para evitar acabar estrellado contra la
superficie. Los sensores de la nave le indicaron que el planeta carecía de vida
pero contenía abundante agua. Podría ser un destino apto para su especie, los
últimos supervivientes de un planeta ya extinto, refugiados interestelares en
tránsito hacia una nueva existencia. Envió la señal acordada, y la astronave,
su fiel servidora y única acompañante durante tanto tiempo, se despidió de él
con un aparatoso estertor. Quedaba así completamente incomunicado. Se introdujo
en un traje presurizado con adaptador atmosférico, que le permitiría subsistir
en condiciones adversas, adaptando el aire exterior a unas condiciones
asumibles para su organismo. Tenía aire respirable y agua en abundancia, por lo
que podría sobrevivir hasta la llegada de sus congéneres, aún a varios millones
de años-luz de distancia. Se armaría de paciencia para sobrellevar tan larga
espera en la soledad de aquel vacío planeta.
Salió al exterior.
Se encontró con hielo. Mucho hielo. Por todas partes.
Sus ojos ciegos no podían verlo, pero notaba la potente claridad de la
superficie congelada. Un vasto espacio abierto, cubierto de sólido e inamovible
hielo, le rodeaba. Blanco y frío, eterno e infinito. Dio unos pasos,
maravillado, tratando de imaginarse la escena. En el cielo, de un azul radiante
ajeno a su visión perdida, brillaba con fuerza la estrella sobre la que
seguramente orbitaba aquel mundo blanco. El alienígena incluso podía notar el
calor que proporcionaba en aquel frío inmenso. Extendió sus cuatro largas
extremidades superiores y agitó los pequeños tentáculos ubicados en sus
extremos. En su especie, era un claro signo de alegría.
En el horizonte, apenas visibles, unos pequeños puntos
oscuros se movían en su dirección, sin que aquel ser fuera consciente de ello.
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En cuanto se detectó aquel objeto desconocido
penetrando en la atmósfera terrestre, los diferentes gobiernos de la Tierra se
movilizaron en su búsqueda. No pasó mucho tiempo hasta que una expedición lo
localizó. Aquellos restos encontrados en la Antártida suponían todo un reto
para los mejores científicos de la Tierra. Contenían una tecnología
completamente desconocida hasta entonces, y sin duda superior a la desarrollada
por el ser humano. La criatura insólita y amorfa que se agitaba junto a
aquellos restos, visiblemente orgánica aunque cubierta por una especie de
extraño traje espacial, y aparentemente inteligente, era una clara amenaza para
la humanidad.
Con cada nuevo experimento que realizaban sobre su
maltrecho cuerpo, el alienígena tan solo deseaba que fuera el último y le
dejaran morir por fin. Con cada nueva prueba, tan solo se lamentaba y se
maldecía a sí mismo. Incapaz de comunicarse con aquellos seres morfológicamente
tan diferentes a él, el dolor y la agonía que le provocaban no eran nada
comparado con su sentimiento de culpa. Su especie, los últimos supervivientes
de un planeta ya extinto, se dirigían sin saberlo a la perdición más absoluta.