Al nacer, cada bebé es
vinculado a una de las constelaciones del firmamento. Las principales, las más
espectaculares –Osa Mayor, Osa Menor, Casiopea... –, están reservadas para la Gran Familia, cuyos miembros son
los únicos que pueden comunicarse con los dioses que nos cuidan y alimentan
(aunque nos hagan trabajar de sol a sol hasta desfallecer). El resto de
constelaciones, las que cuesta distinguir incluso en las noches más
estrelladas, es para los demás miembros de la tribu. Yo ni siquiera tuve esa
suerte cuando nací. Los chamanes determinaron que el embarazo de mi madre solo
traería desgracias y, cuando dio a luz, establecieron que para mí solo podía
ser la Constelación Maldita, antes conocida como Monoceros. De allí había
surgido el mal, varias generaciones atrás. De allí vino aquello que acabó con
casi toda la vida del planeta. De allí, que es como no decir nada. De alguna de
las estrellas de la constelación que, en realidad, tan solo tenía en común con
sus compañeras formar una curiosa figura de unicornio al observarlas desde
nuestro moribundo planeta.
El aire es fétido y el agua
sabe a metal, aunque podemos respirar y beber. No quedan muchos seres vivos,
pero sabemos que antes no era así. Tan solo quedamos nosotros, la pequeña
tribu, último vestigio de lo que, dice la leyenda, fue una gran civilización
tiempo atrás y hoy en día solo es lo que queda de una especie esclavizada por
estos seres procedentes del espacio, que ahora gobiernan la Tierra.