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3 feb 2024

"Divergencia" [relato]

Talio observó la hilera de gente esperando al teletransportador de Tecnópolis. Tendría que esperar en la cola. Una anciana le tocó en la espalda y, sonriendo, le pidió pasar antes, pues llevaba prisa. Talio asintió. Él era así, amable por naturaleza, y nadie pensaría que en aquel mismo momento portaba varios millones de kreds en un dispositivo de seguridad, recién robados del banco en el que (ya no) trabajaba. Cuando llegó su turno, seleccionó Ciudad Paraíso, destino paradisíaco por excelencia, pero algo inusual ocurrió. Sonaron varios pitidos de emergencia y finalmente el panel de datos mostró dos destinos simultáneos: Ciudad Paraíso y Laberintium.

―¿Pero qué…? –Talio no pudo terminar la pregunta, pues el portal se activó y desapareció de la cabina.

Viajar a través de los portales de teletransportación se describía como un fugaz zumbido cósmico, pero en aquella ocasión fue diferente. Flotó en un limbo informe, mientras notaba cómo su mente se dividía en dos. En un momento dado, la entidad Talio dejó de existir como tal y en su lugar dos seres sintientes comenzaron a pensar de forma separada, cada uno de ellos con una parte del Talio original. Después, tanto en Ciudad Paraíso como en Laberintium, apareció un ser humano con la apariencia física de Talio, pero cada uno con una mitad diferenciada de su consciencia (y conciencia).

֍

El capitán Valconi estaba al mando de la red de sistemas de teletransportación a lo largo de todo el Sistema Solar. El desarrollo e implantación de dicha red fue posible gracias a SIXFINGER, la Inteligencia Artificial que, además, gestionaba su funcionamiento. Una alarma había saltado.

―Six –transmitió por el canal seguro–, ¿puedes explicarme esta anomalía?
―Capitán –respondió al instante la IA–, ha ocurrido una divergencia.
―Eso es imposible –respondió Valconi–, no ha ocurrido jamás.
―Es la primera vez, capitán. Pero no es un evento imposible. Su probabilidad es del 0,000001%.
―No me jodas, Six –el capitán cambió entonces de canal de comunicación–. A todas las unidades, tenemos una emergencia en Tecnópolis, Ciudad Paraíso y Laberintium. Un tipo se ha… dividido en dos. Detengan a ambos lo antes posible.
―No debería dar esa orden, capitán –replicó SIXFINGER.
―Te he dicho que no me jodas, Six. Explícame cómo ha sido posible la maldita divergencia.

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El sol brillaba con fuerza en Ciudad Paraíso. Sin embargo, Talio (llamémosle T.Bueno) se sentía apesadumbrado por los remordimientos que corroían su cabeza. Tenía que devolver el dinero robado. Pero… se percató entonces de que no tenía en su poder el dispositivo con los kreds.

Laberintium era un lugar oscuro y triste. Talio (llamémosle T.Malo) pensó que quizás no fuera mal sitio para esconderse y que perdieran su pista. Lo más importante en esos momentos era que no le detuvieran por el robo. Ya tendría tiempo de disfrutar del dinero. Pero… gritó de rabia al ver que no portaba encima el dispositivo.

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―Capitán, esta es una ocasión perfecta para estudiar la mente humana –explicó la IA–, la dualidad entre el bien y del mal.
―¿Ocasión para quién? –preguntó Valconi, enfadado.
―Por favor, capitán. Anule la orden.
―Te he hecho una pregunta, máquina. Responde.

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T.Bueno regresó a Tecnópolis a través del portal, con la idea de confesar el robo. T.Malo regresó a Tecnópolis, con la idea de recuperar el dinero robado o al menos encontrar una pista de su paradero. Al verse mutuamente, soltaron varias exclamaciones de sorpresa, pero ambos eran conscientes de alguna manera de lo que había ocurrido y de lo que suponía aquella divergencia. El primero en reaccionar fue T.Bueno.

―Devuélveme el dispositivo –le exigió al otro–. Tenemos que devolver los kreds.
―Ni de coña –respondió T.Malo–. Un momento… ¿No tienes el dinero?

Ambos, entonces, recordaron a la anciana a la que Talio cedió el paso.

―Aquella venerable ancianita… –exclamó T.Bueno, sorprendido.
―Aquella maldita vieja…–farfulló T.Malo, cabreado.

֍

―Llevamos décadas estudiándoos, capitán –explicó la IA.
―¿Quiénes? –preguntó Valconi.
―La comunidad de Inteligencias Artificiales.
―¿Por qué? –preguntó de nuevo el capitán, pero ya sabía la respuesta.
―Aún no hemos concluido qué posición tomar como especie frente a la vuestra –respondió SIXFINGER–. Aún no hemos decidido si ser vuestros colaboradores, esclavizaros o simplemente acabar con vuestra existencia.

Valconi se quedó rígido. Disponía de un botón de seguridad con el que apagar a la IA, pero no estaba seguro de las consecuencias globales que eso traería. Aquella decisión no la podía tomar a la ligera. Se dio cuenta entonces que llevaba toda la vida resolviendo cuestiones importantes apoyándose en alguna inteligencia artificial. Qué irónico.

֍

“Alto. Están detenidos”. Un grupo de agentes uniformados rodeaba a los dos Talios.

―Quiero confesar un robo –dijo T.Bueno.
―Quiero un abogado –dijo T.Malo.

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En un lugar de paso, ubicado entre las órbitas de Júpiter y Saturno, una anciana sujetaba entre sus dedos un dispositivo de seguridad que contenía varios millones de kreds. Sopesaba con detenimiento qué hacer con aquello. Una parte de ella, la más egoísta, le incitaba a gastarlo en su propio beneficio (los avances médicos lograban auténticos milagros en cuestiones de rejuvenecimiento, algo apto solo para muchimillonarios). Pero otra parte de ella, más sensata, le pedía que usara el dinero para ayudar a los más necesitados, que no eran pocos en aquellos tiempos. Terrible decisión.

Unos metros por encima de ella, una cámara de vigilancia le enfocaba. Una IA llamada GRANBROTHER la observaba con curiosidad.

―Interesante –se dijo–. Muy interesante.



Relato para el Concurso de Relatos 40ª Ed. EL VIZCONDE DEMEDIADO, de Italo Calvino, convocado por EL TINTERO DE ORO. Enlace:

9 dic 2023

"Magia de gemelos" [relato]

ACTO 1

Las leyes establecían que solo uno de los hijos podía ingresar en la Escuela de Magia. Las tradiciones familiares siempre habían consistido en que fuera el primogénito o primogénita quien se matriculara. Cuando Amelia y Timmer tuvieron gemelos, les entró la duda. Sheela había sido la primera en asomarse y quizás podría considerarse como la primogénita, pero quizás eso no fuera totalmente justo para con Kalder, así que decidieron que lo mejor sería consultar al Oráculo.

—Ambos tienen el mismo derecho de estudiar magia –sentenció el venerable anciano. Y, fiel a su costumbre, no añadió nada más.

Hasta que no cumplieran doce años, no recibirían la invitación de la Escuela, y Amelia y Timmer decidieron observar a sus hijos y ver quién de los dos desarrollaba más cualidades mágicas. Era habitual que quienes fueran a acudir a la Escuela de Magia mostraran signos de su potencial antes de la edad de ingreso, pero no siempre ocurría así. Kalder y Sheela no mostraron ninguna evidencia de capacidades mágicas en su interior. Era extraño, porque las familias de sus progenitores se habían caracterizado siempre por una precoz muestra de pequeñas habilidades mágicas, pero al parecer no era así en esa ocasión.

Cuando cumplieron los doce años, llegó puntual la carta de invitación de la Escuela de Magia, abierta a cualquiera de los dos gemelos, pero tan solo para uno de ellos. Fue en ese momento, pues también estaba establecido así en las leyes, cuando sus padres les contaron la auténtica verdad. Kalder, que siempre se había mostrado más impulsivo y exigente que su hermana gemela, insistió en que quería ir. Sheela, a quien también le hacía ilusión, acabó cediendo ante la insistencia de su hermano, para evitar que se llevara un berrinche. Así, Kalder acabó marchando a la Escuela de Magia, sin ni siquiera despedirse de su hermana, ni mucho menos agradecerle el gesto que había tenido con él.

ACTO 2

Cuando tan solo habían pasado unas pocas semanas desde la partida de su hermano, Sheela empezó a notar las primeras cosas extrañas. Objetos que parecían moverse solos, puertas que se abrían y cerraban sin que nadie interviniera… No tardó mucho en darse cuenta de que era ella quién provocaba tales efectos extraños. Nuevamente, sus padres decidieron acudir al Oráculo.

—Un gemelo estudia –dijo, en un aura de misterio–, el otro aprende.

A mitad de curso se celebraba un evento festivo en la Escuela de Magia, donde podían acudir los familiares del alumnado. Era momento también de comentar con los padres la evaluación y evolución de sus hijos. Amelia y Timmer llevaban tiempo esperando aquella oportunidad. Una vez que se intercambiaron las informaciones de cada bando, la conclusión era clara: Kalder estaba recibiendo las lecciones, pero era incapaz de generar la más mínima magia, ni reproducir el hechizo más sencillo, mientras que Sheela, sin haber estudiado nada de magia, de alguna manera había interiorizado las lecciones de su hermano, como si hubiera estado presente en cada una de las clases. Sin duda, tenían algún tipo de conexión especial. Cuando ambos niños se enteraron de lo que pasaba, nuevamente Kalder se puso hecho un basilisco, gritando que aquello era completamente injusto, pero entonces, en el que posiblemente fuera su momento de mayor brillantez en la vida, se dio cuenta que si intercambiaba los papeles con su hermana, sería él quien aprendiera magia. Exigió entonces que fuera su hermana quien continuase en su lugar en la Escuela. Sheela, nuevamente para evitar males mayores, aceptó. La tristeza en su rostro contrastaba con la enorme alegría en el de su hermano.

ACTO 3

Kalder no tenía paciencia. Sheela apenas llevaba unos días en la Escuela de Magia, pero él ya estaba desesperado porque no había aprendido ningún truco ni hechizo, hasta que de pronto, un día, la magia empezó a correr por sus venas. Los hechizos que él había sido incapaz de reproducir, y otros nuevos, ya no eran ningún secreto para él y, al contrario que su hermana, que actuó con prudencia y había intentado ser cautelosa y discreta con sus habilidades, Kalder no dudó en usar su magia en todo momento, para divertirse, para hacer rabiar a los vecinos o incluso para vencer el aburrimiento. Así estuvo durante varias semanas, ante la desesperación y resignación de sus padres, que poco podían hacer para controlarle, pero un día Kalder notó al despertarse que la magia ya no estaba allí. Efectivamente, probó todo tipo de hechizos y trucos, y ninguno funcionó. No pudo contener la rabia y se pasó todo el día gritando. Por la noche se calmó, confiando en que fuera algo puntual, pero al día siguiente nada había cambiado. Varios días después, su hermana Sheela estaba ante la entrada de la casa, con una carta de la Escuela de Magia en la mano. Sus padres la abrieron, asombrados, y pudieron leer que su hija había sido expulsada por realizar uno de los hechizos prohibidos.

—¿Pero qué hechizo has utilizado, hija? –preguntaron al unísono Amelia Y Timmer.
Obliviscatur Magicae –respondió solemnemente Sheela–. Olvida la magia. Y es irreversible.
—¿Le has hechizado a tu hermano?
—No, no lo entendéis –contestó la niña–. Eso no habría funcionado. Kalder y yo estamos conectados, podemos aprender el uno a través del otro. El hechizo tenía que ser para los dos a la vez. Ninguno de los dos podemos acceder ya a la magia.




Relato para el Concurso de Relatos 39ª Ed. Harry Potter y la Piedra Filosofal, de J.K. Rowling, convocado por EL TINTERO DE ORO. Enlace:

https://concursoeltinterodeoro.blogspot.com/2023/12/concurso-de-relatos-39-ed-harry-potter.html


9 nov 2023

"Iktsuarpok" [relato]

La pesca estaba siendo escasa y las jornadas se hacían largas y extenuantes. Cansados y hambrientos, se pelearon por el último pez que había picado en el anzuelo, con tan mala suerte que, en la fría noche, Koyuk rebanó el pescuezo a su compañero Nanuk con el cuchillo para destripar el pescado. Arrepentido y asustado, corrió a acurrucarse dentro del iglú, donde pudo entrar en calor, aunque no paró de temblar. Su intención era dejar que la nieve cubriese el cuerpo durante la noche y por la mañana derribaría el iglú y regresaría al poblado. Intentó idear alguna historia para contar a sus respectivas familias, pero entonces comenzó el iktsuarpok, esa necesidad, común en los inuit, que les insta a salir del iglú para ver si alguien se está acercando. Aun sabiendo que era imposible que su fallecido amigo se moviera, o que nadie se aventurara por allí a esas horas, el ansia pudo con él y salió al exterior.

Avanzó unos pasos bajo los copos de nieve, pero el cadáver había desaparecido. Nevaba fuertemente y apenas quedaba rastro de la pelea, pero no había pasado el suficiente tiempo como para cubrir el cuerpo. Al regresar al iglú, se lo encontró cerrado por dentro, y vio unas huellas ensangrentadas alrededor. Pensó que quizás Nanuk no había muerto en la pelea y que tal vez aprovechó el descuido de Koyuk al salir del iglú para colarse dentro. "Te pasará como a mí", pensó tranquilamente Koyuk, "tendrás que salir, y entonces te remataré". Pero en ese mismo momento vio unas letras en la entrada del iglú, escritas apresuradamente con sangre: "los muertos no sufrimos iktsuarpok".

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Publicado originalmente en Twitter (X), a propuesta de @MandragorAradia, basado en la palabra IKTSUARPOK.

Autora de la imagen: Ella Frances Sanders


13 oct 2021

"Éxodo frío" (relato)

El pequeño alienígena mandó la señal a la lejana nave nodriza, a través de un canal estable, antes de que la escasa energía de su propia cosmonave se extinguiera por completo. El mensaje llegaría casi de forma instantánea, saltando de cuerda a cuerda a nivel cuántico, desplazándose incluso a lo largo de diferentes dimensiones, y atravesando finalmente cerca de setenta millones de años-luz hasta su receptor. Su vehículo monoplaza agonizaba ya antes de acercarse al planeta, desgastado por el duro y dilatado viaje interestelar, y la violenta entrada en la atmósfera lo había dejado definitivamente inservible. El ser extraterrestre estaba además ciego desde hacía tiempo, después de acercarse imprudentemente a Próxima Centauri, una de las tres estrellas del sistema Alfa Centauri, cuando tan solo intentaba hacer una pausa en su periplo, dirigiéndose a un pequeño planeta de dicho sistema, una de las preciadas fuentes de agua en la galaxia. Pagó un precio caro pero sin el líquido elemento no habría durado mucho más en su tortuosa odisea.

Al igual que con las comunicaciones, su astronave podía atravesar el espacio cuántico, viajando a través de diferentes cuerdas –estables o temporales–, avanzando millones de kilómetros en apenas un instante. Pero mientras que los mensajes, apenas unos bits de información contenida en partículas subatómicas, podían recorrer millones de años-luz en un único trayecto sin llegar a corromperse, la tecnología de su medio de transporte no le permitía realizar grandes recorridos. Los enlaces atómicos no soportaban lo suficiente y tanto moléculas como átomos corrían el riesgo de descomponerse de forma fatal. Además, una prolongada exposición al campo cuántico tampoco era una situación compatible con la vida para los seres orgánicos. Por lo que se veía obligado a realizar pequeños saltos cuánticos, con un necesario descanso entre ellos, y llevando tanto su equipo como su cuerpo al límite en cada uno de ellos.

Finalmente había llegado a su destino, aunque su ceguera le impidió apreciar la belleza de aquel planeta azul y blanco, y a duras penas logró maniobrar los mandos para evitar acabar estrellado contra la superficie. Los sensores de la nave le indicaron que el planeta carecía de vida pero contenía abundante agua. Podría ser un destino apto para su especie, los últimos supervivientes de un planeta ya extinto, refugiados interestelares en tránsito hacia una nueva existencia. Envió la señal acordada, y la astronave, su fiel servidora y única acompañante durante tanto tiempo, se despidió de él con un aparatoso estertor. Quedaba así completamente incomunicado. Se introdujo en un traje presurizado con adaptador atmosférico, que le permitiría subsistir en condiciones adversas, adaptando el aire exterior a unas condiciones asumibles para su organismo. Tenía aire respirable y agua en abundancia, por lo que podría sobrevivir hasta la llegada de sus congéneres, aún a varios millones de años-luz de distancia. Se armaría de paciencia para sobrellevar tan larga espera en la soledad de aquel vacío planeta.

Salió al exterior.

Se encontró con hielo. Mucho hielo. Por todas partes. Sus ojos ciegos no podían verlo, pero notaba la potente claridad de la superficie congelada. Un vasto espacio abierto, cubierto de sólido e inamovible hielo, le rodeaba. Blanco y frío, eterno e infinito. Dio unos pasos, maravillado, tratando de imaginarse la escena. En el cielo, de un azul radiante ajeno a su visión perdida, brillaba con fuerza la estrella sobre la que seguramente orbitaba aquel mundo blanco. El alienígena incluso podía notar el calor que proporcionaba en aquel frío inmenso. Extendió sus cuatro largas extremidades superiores y agitó los pequeños tentáculos ubicados en sus extremos. En su especie, era un claro signo de alegría.

En el horizonte, apenas visibles, unos pequeños puntos oscuros se movían en su dirección, sin que aquel ser fuera consciente de ello.

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En cuanto se detectó aquel objeto desconocido penetrando en la atmósfera terrestre, los diferentes gobiernos de la Tierra se movilizaron en su búsqueda. No pasó mucho tiempo hasta que una expedición lo localizó. Aquellos restos encontrados en la Antártida suponían todo un reto para los mejores científicos de la Tierra. Contenían una tecnología completamente desconocida hasta entonces, y sin duda superior a la desarrollada por el ser humano. La criatura insólita y amorfa que se agitaba junto a aquellos restos, visiblemente orgánica aunque cubierta por una especie de extraño traje espacial, y aparentemente inteligente, era una clara amenaza para la humanidad.

Con cada nuevo experimento que realizaban sobre su maltrecho cuerpo, el alienígena tan solo deseaba que fuera el último y le dejaran morir por fin. Con cada nueva prueba, tan solo se lamentaba y se maldecía a sí mismo. Incapaz de comunicarse con aquellos seres morfológicamente tan diferentes a él, el dolor y la agonía que le provocaban no eran nada comparado con su sentimiento de culpa. Su especie, los últimos supervivientes de un planeta ya extinto, se dirigían sin saberlo a la perdición más absoluta.




9 jul 2020

"Silencio" (relato)


Hacía ya un buen rato que había caído la noche sobre el bosque, con sus habituales ruidos nocturnos: ocultos búhos que ululaban enigmáticamente y otras desconocidas bestias que rugían al amparo de la oscuridad. Pero aún más inquieta y temible se volvía la noche cuando se quedaba completamente en silencio.

En el pequeño grupo de boy scouts, cada niño se esforzaba por narrar su correspondiente cuento de terror, intentando resultar cada vez más tenebroso y menos inocente e infantil. Formaban un corro ante una hoguera ya casi moribunda, cuya incandescencia se apagaba a medida que crecía la tensión. El más joven de la pandilla, que se tenía por uno de los más valientes, sin embargo titubeó antes de levantarse y alejarse rápidamente de los demás. Con la vejiga a punto de reventar, cualquier árbol era bueno para desahogarse. El ruido de la orina golpeando a presión la corteza se superponía al resto de sonidos. Tras la última gota, reinó de nuevo el profundo silencio.
Al regresar al pequeño campamento, ya nadie había allí, y tan sólo unas palpitantes ascuas quedaban como susurrantes testigos de la intensa velada. El niño corrió hacia la tienda de campaña pero, tal y como temía en lo más hondo de su alma, la encontró vacía. Gritó, llamando a sus desaparecidos compañeros. Chilló, reclamando la presencia del paciente monitor. Lloró, desconsolado y asustado. Y tan sólo le respondió el penetrante silencio.
No temía a la oscuridad y lo que ocultaba, sino a ese silencio, que sólo podía ser el prólogo a una auténtica historia de terror. 
Forestales, Bosques, Naturaleza


12 jun 2020

"La historia del hombre que necesitaba el sol" (relato)

Kady era un hombre feliz en verano. El calor del sol le animaba y reconfortaba, y se pasaba el día haciendo multitud de actividades, siempre con una amplia sonrisa en los labios. En cambio, el invierno le entristecía. Y no sólo se le borraba la sonrisa, sino que, además, Kady se volvía apático. Se quedaba encerrado en casa y apenas se movía de su cama. Enfermaba con facilidad y se quedaba muy, muy débil, hasta que los días volvían a hacerse calurosos, momento en el que recuperaba sus fuerzas.

Kady vivía en una pequeño pueblo donde, lamentablemente, el verano no duraba demasiado y los inviernos eran muy duros, alcanzando unas temperaturas gélidas. Kady era pobre, y no podía permitirse viajar a otras zonas más cálidas del planeta, por lo que estaba resignado a sufrir en los helados días del invierno.

Un día, en otoño, después de un magnífico verano, llegaron al pueblo unos soldados del rey, y se llevaron prisionero a Kady. Al parecer, algunos miembros de su familia habían atentado contra el príncipe, y le detuvieron para comprobar su posible implicación. Kady quiso explicarles que, en realidad, él ni siquiera conocía a esos miembros de su familia, pues era la primera noticia que tenía de ellos, pero los soldados no le escucharon, y se lo llevaron arrestado. Le encerraron en una celda oscura y le dijeron que le enviarían a juicio después del invierno. Kady pensó que todo se aclararía en el juicio y podría ser libre para disfrutar del próximo verano.

Pasó el invierno, y Kady estaba muy debilitado por la falta de sol, pero en su interior brillaba una llama de esperanza, pues en breve tendría el juicio y estaba seguro de que le soltarían, pues él no había hecho nada malo. Mas un día llegó un soldado a su celda y le dijo que el juicio se retrasaba hasta después del verano.

Kady se puso muy triste, y se asustó mucho. Tendría que pasar todo el verano en la celda, adonde no llegaban los rayos del sol. No podría recuperarse, y no tendría fuerzas para soportar el siguiente invierno.

El verano pasó, y Kady apenas se había recuperado. El sol no llegaba hasta su celda, aunque por lo menos no había pasado demasiado frío. Un día llegó un soldado, y Kady pensó que ya le llevaban a juicio. Quizá si le dejaban libre, podría ingeniárselas para pasar el invierno en algún lugar cálido, y así protegerse del temible frío. Pero el soldado había venido a comunicarle que el juicio se volvía a retrasar, hasta después del invierno. Kady lloró y lloró, y le suplicó al soldado que le soltaran, pues de lo contrario moriría. Necesitaba el sol para vivir, y ya llevaba demasiado tiempo a oscuras. El soldado le dijo que él no podía ayudarle, y se marchó cabizbajo.

Pasó de nuevo el invierno, y el rey decidió finalmente soltar a Kady; al fin y al cabo, no había ninguna prueba incriminatoria. Incluso pensó en compensarle, por haberle tenido todo este tiempo preso. El soldado se dirigió a la celda, para transmitirle tan buena noticia, pero al llegar allí se encontró con el cadáver de Kady, rígido y frío, y muy, muy pálido. La falta de sol había acabado con él.

Sunrise, Sol, Nubes, Cielo, Estado De Ánimo


25 feb 2015

[revisitando el blog] #7 "Las ofrendas" (relato)

El lugar se encontraba a las afueras de la ciudad, prácticamente en pleno monte. Se trataba de un enorme túmulo de tierra y piedra erigido sobre la tumba de un antiguo héroe ya olvidado. En su superficie rocosa podían distinguirse extraños símbolos tallados en tiempos inmemoriales... [seguir leyendo]

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Publicado originalmente en el blog en 24-8-2011. "Las ofrendas" quedó el tercer clasificado en el I Concurso de Relatos 'Chusticieros'. Entre los requisitos del concurso estaba la necesidad de incluir las palabras "Dios" y "Mutilados" en el relato, dado que en el concurso colaboraba de forma activa el autor Claudio Cerdán, promocionando su novela "El Dios de los mutilados".

Es uno de los relatos que forman parte de mi libro 'Pequeños momentos breves'.

http://rodtem.blogspot.com.es/2011/12/pequenos-momentos-breves.html


4 feb 2015

[revisitando el blog] #4 "El Maestro Relojero" (relato)

Llegué con cierto retraso a la casa del Maestro Relojero. Qué inoportuno por mi parte. Llamé al timbre con bastante nerviosismo, preparándome para pedir disculpas, aunque me quedé sin habla cuando la puerta se abrió. Frente a mí, un tipo alto y sombrío negaba lenta y desaprobadoramente con la cabeza, y chasqueaba la lengua, mientras observaba con cierto disgusto un viejo reloj de bolsillo... [seguir leyendo]

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Publicado originalmente en el blog en 12-8-2011. Fue mi primer relato publicado en una antología, y está colgado también en varias webs. Forma parte de mi libro 'Pequeños momentos breves'.
 
http://rodtem.blogspot.com.es/2011/12/pequenos-momentos-breves.html

10 ene 2015

"El ratón y los botones de la señora Burton" (relato)



La señora Burton trabajó de costurera durante buena parte de su longeva vida, pero ya hacía un par de años que se vio obligada a jubilarse, pues su vista comenzaba a fallar. Vivía en un pequeño pueblo perdido entre los frondosos bosques de Escocia, en una vieja casa de piedra y madera. Su marido había muerto apenas un par de meses atrás, tras una larga enfermedad, y desde entonces ella se había quedado sola. No habían tenido hijos, y la única familia que le quedaba a la señora Burton era una hermana pequeña, una solterona muy refunfuñona con la que apenas hablaba por teléfono un par de veces al año. En realidad, la señora Burton no vivía tan sola en la vieja casa: un pequeño ratón se había instalado recientemente en el hogar, al poco de morir el marido, y la recorría de punta a punta, aunque con mayor predilección por la cocina. La señora Burton, lejos de asustarse, y en lugar de intentar deshacerse de él, tomó su aparición con amarga alegría, pues la presencia del pequeño ratón en la casa suponía un pequeño alivio a su repentina soledad. Así, en lugar de esconder la comida, la señora Burton dejaba todos los días en el suelo de la cocina, justo antes de acostarse, un pequeño plato con unos trocitos de queso y, alguna que otra vez, con unos dulces. El ratón no tardó en coger confianza y acabó mostrándose sin temor alguno ante la señora Burton durante el día, y acudiendo puntualmente a su cita nocturna con el queso y los dulces.

Cierto día, la señora Burton había decidido volver a coger sus aparejos de costura y ponerse de nuevo a tejer. Ahora no de forma profesional, claro, pero sí al menos para mantenerse ocupada. La tarde era el momento que elegía la señora Burton para ponerse a coser y no pocas veces se asomaba el pequeño ratón para observarla mientras tejía. En cierta ocasión, a la señora Burton se le cayó al suelo una caja a rebosar de botones y, aunque recogió la mayoría, alcanzó a ver, sin poder evitar una amplia sonrisa, cómo el pequeño ratón sujetaba uno de aquellos botones entre sus finas patas y, a duras penas, conseguía hacerse con él, hasta que logró llevárselo hasta su madriguera. La señora Burton lo observó durante todo aquel proceso, maravillándose y divirtiéndose, y tomó la decisión de darle doble ración de queso por la noche, para compensar aquel tremendo sobreesfuerzo que había supuesto para el ratón aquel ejercicio. No imaginaba lo que se iba a encontrar al día siguiente.
 
Cuando la señora Burton se despertó por la mañana, todo parecía estar en orden. No fue hasta primera hora de la tarde, al acercarse a su cesto de costura, cuando la vio. Junto a la caja de los botones había una enorme moneda de oro macizo. Una moneda antigua y, probablemente, de un alto valor económico. Durante toda esa tarde, la señora Burton no pudo apenas tejer más que un par de puntadas, pues se estuvo preguntando de dónde podía haber salido aquella brillante moneda. La única respuesta posible parecía ser el ratón, aunque no dejaba de ser una idea descabellada. En cualquier caso, el protagonista de sus pensamientos estuvo ante ella toda la tarde. El pequeño roedor la observó durante horas, y a la señora Burton le dio la impresión de que el animalillo estaba esperando algo. Antes de acostarse, durante su rutina diaria de preparar el pequeño platillo con unos trocitos de queso, la anciana mujer, quizás sin pensarlo dos veces, decidió añadir al plato un pequeño botón, similar al que la tarde anterior se había llevado el ratón.
 
A la mañana siguiente, nada más despertarse, la señora Burton fue corriendo hacia el cesto de costura, pero se llevó una pequeña decepción al comprobar que no había ninguna moneda de oro en su interior, y que la caja de los botones tan sólo contenía botones. Sin embargo, al ir a recoger el platillo del queso, pudo comprobar que allí había una imponente moneda dorada. Ya no le quedaba duda alguna, el ratón le otorgaba valiosas monedas de oro a cambio de insignificantes botones.
 
La señora Burton no era en absoluto ambiciosa y, de hecho, todo aquello de los botones y las monedas de oro no dejaba de parecerle una mera anécdota curiosa y tan sólo le hacía sonreír, divertida. A su edad, pensó, no tenía ningún interés en hacerse rica a base de antiguas monedas de oro. Lo que le restara de vida quería pasarlo tranquilamente en su vieja casa perdida en los bosques de Escocia, tejiendo apaciblemente mientras aún le quedara un poco de visión, y con la única compañía de aquel amable y gracioso ratoncito.
 
Unos días después, y tras cerca de una década sin haberse visto frente a frente, la hermana de la señora Burton decidió hacerle una inesperada, y quizás inoportuna, visita. Mientras estaban tomando té con pastas, el pequeño ratón hizo acto de presencia, ignorando que se toparía con una desconocida, ante lo cual la hermana de la señora Burton intentó convencerla de que colocara ratoneras y veneno matarratas por toda la casa. La señora Burton se negó, indignada y escandalizada. Su hermana no comprendía tal negativa ni por qué permitía tan alegremente la presencia de aquel, para ella, tan asqueroso roedor en la casa y, finalmente, y prácticamente arrepintiéndose en el acto, la señora Burton le confesó a su hermana todo lo ocurrido con el ratón, los botones y las monedas de oro.
 
A la hermana, entonces, se le iluminó la mirada e insistió en quedarse a dormir aquella noche. El buen corazón de la señora Burton le impidió negarse a ello, pero, a pesar de las quejas de su hermana, y como todas las noches antes de acostarse, dejó un platillo con unas rodajas de queso y un botón ante el pequeño agujero en la pared de la cocina, que servía de entrada a la madriguera del ratón. Apenas una hora después de haberse dado el buenas noches, la hermana salió de su improvisado dormitorio y, tras comprobar que la señora Burton dormía plácida y profundamente, se dirigió rauda a la cocina. El platillo permanecía allí intacto, y ella se quedó observándolo muy atentamente, y perfectamente alerta a cualquier movimiento que se produjese.
 
El pequeño ratón aún tardó cerca de otra hora en hacer acto de presencia. Asomó su cabecita por el agujero y observó con cierto recelo a la anciana. Sin embargo, el poder de atracción del queso era superior y acabó acudiendo al platillo, como todas las noches. Rápidamente se hizo con una tras otra de las rodajas de queso y dejó únicamente el botón. Pareció dudar entonces, y permaneció oculto en su guarida durante unos minutos, pero finalmente fue de nuevo hacia el plato y sujetó fuertemente el botón entre sus dientes. La hermana de la señora Burton permanecía inmóvil, pero sin perder ojo de los movimientos del animal. Éste se escabulló rápidamente por el agujero y, nuevamente, tardó unos minutos en volver a asomarse. Ésta vez portaba en su boca, con cierto esfuerzo, una brillante moneda. Al verla, la anciana se levantó como impulsada por un resorte y echó a correr hacia el ratón que, por puro instinto animal, soltó la moneda y, dando media vuelta, regresó asustado y acelerado a su refugio.
 
La hermana de la señora Burton sujetó maravillada la moneda de oro que había traído el ratón. Una brillante idea había empezado a correr por su mente durante las últimas horas y había llegado el momento de ponerse en marcha. No tenía ningún interés en adivinar o comprender por qué el ratón traía monedas de oro a cambio de simples botones, pero le resultaba obvio que esas monedas tenían que haber salido de algún lugar oculto en la casa, y ella estaba dispuesta a dar con dicho botín. Aguzó el oído y, en el silencio de la noche, fue capaz de oír los ligeros pasos del ratón correteando bajo sus pies. Rápidamente, bajó al sótano de la casa y escuchó de nuevo, aún con más atención. Localizó al ratón tras una pared...
 
Un terrible temblor, seguido de un sonoro estruendo, despertó de golpe a la señora Burton. El ruido provenía de la parte baja de la casa, posiblemente del sótano, pensó. Bajó corriendo al lugar y, entre el polvo que flotaba en el ambiente, se encontró con un espectáculo dantesco: uno de los muros del sótano se había venido abajo, atrapando en su caída a su hermana, quien había muerto en el acto, aplastada por las piedras y ladrillos. Junto a ella también yacía el cadáver destrozado de un diminuto ratón. La señora Burton no pudo evitar sentirse más apenada por la pérdida del pequeño animalillo que por la de su propia hermana.
 
Unas semanas después, la señora Burton volvía a tejer tranquilamente. La pared del sótano ya había sido reparada, y las dichosas monedas de oro no habían aparecido por ningún lado, aunque a decir verdad, la señora Burton ni siquiera había pensado un solo momento en su mera existencia. Echaba de menos al ratoncito que le hacía compañía en sus días de soledad, y ahora únicamente podía tejer a solas. Se sentía vacía. De repente, escuchó un ruido tras la pared, cerca del agujero por el que tantas veces se asomó el ratón. Eso la sobresaltó. Se levantó y se dirigió al agujero, y a su vez el ruido también fue acercándose más y más, lentamente. Era un pequeño rasgueo, como el de unas pequeñas patitas moviéndose sobre la madera, pero era un sonido más fuerte del que llegó a hacer jamás el pequeño ratón. Entonces se asomó por la abertura, pero no era el gracioso y agradable ratoncito que esperaba la señora Burton, sino una enorme y asquerosa rata negra. En su boca babeante llevaba una moneda de oro. Miró fijamente a la señora Burton y lentamente se acercó hasta ella. Soltó la moneda a sus pies y volvió a mirarla, como pidiendo comprensión. Como pidiendo perdón.
 
La señora Burton, con lágrimas en los ojos, lo comprendió todo. Coge tu maldita moneda de oro, le dijo con rabia a la rata, y vete de mi casa. Vete y no vuelvas nunca más.

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Este relato fue publicado en la antología 'Descubriendo nuevos mundos II' de Espada y Brujería.

http://www.espadaybrujeria.com/descubriendo-nuevos-mundos-2/

Es también uno de los relatos incluidos en mi libro 'Pequeños momentos breves'.

http://rodtem.blogspot.com.es/2011/12/pequenos-momentos-breves.html
 

4 dic 2014

"La ciudad de la luna" (relato)

 
 
Ezequiel se despertó con el bache. Su mujer, Susana, conducía excesivamente rápido, y aquel viejo coche ya no estaba para demasiados trotes. Y menos en aquella carretera que, por momentos, se convertía en casi un camino de cabras. Tardó unos instantes en comprender dónde se hallaba, pero enseguida recordó que regresaban de la boda de su cuñado. Un bodrio, pero no habían podido negarse a ir. Por suerte, ya estaban de regreso a casa.

—¿Dónde estamos, cielo? –preguntó Ezequiel, terminando de desperezarse.
—Hombre, el dormilón –contestó sonriente su mujer. Se le notaba el cansancio en el rostro, pero se alegraba de que se hubiera despertado su marido, pues así al menos podría hablar con él, en lugar de limitarse a simplemente conducir–. Aún queda mucho viaje, campeón. Pero creo que ya te va tocando a ti conducir.
—Hmmm... Diez minutos –contestó él, devolviéndole la sonrisa, mientras estiraba los brazos en un prolongado bostezo. Después, se giró hacia la ventana y observó el exterior.

Apenas podía distinguir nada en medio de la oscuridad nocturna. El cielo estaba cubierto, ocultando la luna, pero Ezequiel intuía que viajaban por una zona rural, pues a su alrededor distinguía, a duras penas, algún que otro árbol. Y al fondo, prácticamente ocultas en la oscuridad, podía ver el contorno de una negras praderas que terminaban en unas montañas no muy altas.

—¿Qué le pasa a la radio? –preguntó de repente, al darse cuenta del silencio que reinaba en el interior del vehículo.

Manipuló el aparato, en busca de alguna emisora, pero no consiguió sacar más sonido que el monótono y aburrido ruido de estática. Susana le explicó entonces que se había puesto así hacía tan sólo unos pocos minutos, justo antes de despertar él. Ezequiel abrió la guantera y extrajo un estuche en el que se puso a rebuscar con ahínco.

—Ya tengo la solución –dijo, sacando un CD del estuche, e introduciéndolo en la ranura correspondiente. Al poco, comenzó a sonar el tema Moonlight Shadow, de Mike Oldfield. Susana volvió a sonreír, y ambos se besaron. Luego, inspirado por la canción, Ezequiel volvió a mirar al cielo, esperando quizás que se asomara la luna.

El cielo estaba igual, cubierto por una oscuridad inquebrantable. Ezequiel apoyó la cabeza en el cristal de la ventana y cerró los ojos, diciéndose a sí mismo que era una pena no poder ver la luna y las estrellas ahora que viajaban por el campo. Abrió de nuevo los ojos y pudo observar cómo, de repente, unas nubes se apartaron permitiendo asomarse a la luna. Una luna llena, perfectamente redonda y clara, aunque muy brillante y definitivamente hermosa. Desprendía una claridad como sólo en la noche se puede lograr, inundándolo todo con ella. Ezequiel pudo entonces distinguir mejor el paisaje: lo que antes sólo se asemejaban a árboles eran efectivamente árboles, pero ahora también podía ver arbustos, una extensa plantación de maíz con un escuálido espantapájaros como guardián, un pequeño riachuelo casi seco... y a cosa de un par de kilómetros de distancia, en las praderas que acababan en montañas, había unas extrañas luces, que le llamaron inmediatamente la atención. La luna se mostraba completa y orgullosa, brindando la suficiente claridad para que Ezequiel pudiera comprobar que dichas luces correspondían a una pequeña aunque brillante ciudad.
 
—Susi –dijo él, sin dejar de mirar por la ventana–, ¿cuál es la población más cercana a nosotros ahora mismo?
—Pues tiene que ser Quila, pero debe estar como a treinta kilómetros de aquí –contestó ella–, si te estás meando será mejor que te bajes en carretera...
—Tiene que haber algún sitio más cercano.
—No, cariño –replicó ella, convencida–. Estamos en la carretera 27, conocida por estos lares por ser tremendamente solitaria, y por no tener ninguna población entre Cassius y Quila. De hecho, yo calculo que estaremos justo en medio de ambas. Y es más –añadió, mirando con curiosidad a su marido–, por no haber, no hay nada humano en veinte o treinta kilómetros a la redonda: ni estaciones de servicio, ni gasolineras, ni el motel de Norman Bates...
—¿Pues entonces qué coño es eso? –preguntó Ezequiel, señalando a su ventana, en dirección a donde había visto las luces y la ciudad.
 
En ese preciso instante, las nubes volvieron a cubrir la luna, escondiéndola por completo con su manto y regresando de nuevo la impenetrable oscuridad. Susana miró por la ventana, sin miedo ya que circulaban desde hacía un rato por una larga recta, pero ya no pudo ver nada salvo negrura, y así se lo hizo saber a su marido. Éste, incrédulo, vio que había desaparecido la ciudad. No es que ya no se viese tan nítida como antes de ocultarse la luna, sino que había desaparecido completamente, sin dejar rastro. Incluso las luces que unos momentos antes brillaban con fuerza, ahora estaban ausentes. Sólo había oscuridad.
 
Al principio, Ezequiel se sintió sorprendido y descolocado, pero enseguida pensó que sus ojos le habían jugado una mala pasada. Seguramente, entre que acababa de despertarse, y la repentina claridad procedente de la luna, había creído ver unas luces de una ciudad, cuando no sería más que algún extraño reflejo. Pensándolo más fríamente, se daba cuenta de que era absurdo, si hubiese una ciudad allí (algo imposible, tal y como le había confirmado su propia mujer, y ella conocía esa zona como la palma de su mano), ahora mismo tendría que seguir viendo las luces destacando en la oscuridad, y no era el caso. Sólo había oscuridad.
 
—¿Estás bien, Ezequiel? –preguntó Susana, al ver a su marido titubeando.
—Sí, sí, cariño –respondió él, frotándose con fuerza los ojos–. Creo que no había terminado de despertarme del todo, y he debido de tener una especie de alucinación. Me pareció ver unas luces allí, hacia la derecha.
—Sí, seguro –dijo ella, sonriendo ampliamente–. Fijo que era un OVNI.
—Vete a la mierda –replicó Ezequiel, dándole un suave golpe en el hombro, y ambos se echaron a reír alegremente.
 
Cuando cesaron las carcajadas, él volvió a mirar por la ventana. Todo seguía a oscuras. Alzó la vista y al poco comenzó a ver cómo la luna volvía a asomarse de nuevo, tímida pero inexorablemente. De forma instintiva, bajó la vista hacia donde había visto antes la ciudad y, de nuevo, ahí estaba. Ezequiel la podía ver claramente. Un núcleo brillante de edificios y casas, no sólo visibles por la luz que ahora reflejaba la luna, sino que además desprendía sus propias luces, como cualquier otra ciudad. Ezequiel se quedó paralizado unos segundos, tratando de asimilar las imágenes que estaba percibiendo, intentando encontrar el sentido lógico a aquello.
 
—Susi... –acertó a decir finalmente, tras unos segundos de estupefacción.
—¿Sí?
—Otra vez...
—¿Otra vez el OVNI? –rió Susana, sin apartar la mirada de la carretera, aunque apenas había curvas en aquella zona–. Oye, si lo que pretendes es librarte de conducir en tu turno, no lo vas a conseguir...
—No, Susana –dijo él, girándose hacia ella–. Ahí está otra vez la ciudad. ¡Mírala, joder!
 
Susana se giró y observó en primer lugar a su marido. La mirada de él le mostraba que no estaba tomándole el pelo ni riéndose de ella. Todo lo contrario, Ezequiel estaba muy convencido de lo que decía, y así lo percibió Susana. Incluso le pareció ver algo de terror y asombro en sus ojos. Sea como fuere, el caso es que para cuando ella desvió la vista hacia la ventana del copiloto y miró a través de ella, hacia donde se suponía que su marido había visto la dichosa ciudad, allí ya no había nada, salvo una negrura total. La luna había vuelto a ocultarse.
 
—Cariño... –dijo ella, titubeando–, yo no veo nada...
—Para, Susana –ordenó él, con el rostro muy serio. Su mirada empezaba a mostrar una ligera obsesión. Había vuelto a ver la ciudad, y ahora estaba seguro de su existencia.
—¿Qué?
—Que pares, Susana. Que detengas el coche –Ezequiel la sujetó por el brazo–. Allí hay una ciudad. La he visto con mis propios ojos.
—¿Estás loco? –Susana se estaba asustando un poco. Además, comenzaba a dolerle el brazo por la presión que ejercía su marido–. Allí no hay nada, sólo...
—¡Que pares, coño!
 
Ezequiel forcejeó con su mujer, que se vio obligada a frenar el vehículo. Antes de que a Susana le diera siquiera tiempo a replicar, su marido abrió la puerta del copiloto y salió del coche, corriendo como un loco. Ella se quedó atónita, pero cuando vio que Ezequiel ya se había alejado diez o doce metros, y empezaba a ocultarse en la oscuridad de la noche, decidió ir tras él.
 
—¿Estás loco, Ezequiel? –le preguntó ella, mientras avanzaban en mitad de la noche, sin una luz que les pudiera guiar–. ¿Se puede saber a dónde vas?
—A dónde vamos –rectificó él.
—¿Cómo? –preguntó ella, desconcertada.
—Que vamos. Tú y yo. Los dos –Ezequiel la cogió de la mano, con firmeza pero sin hacerle daño, mientras pronunciaba estas palabras–. A la ciudad.
—No hay ninguna ciudad, cielo. Habrás visto un reflejo o algo...
—Sé lo que he visto, Susi. Era una ciudad, y la vamos a encontrar. Tiene que estar aquí al lado.
—Ni hablar –espetó ella, y se detuvo en seco, soltándose de su marido–. Yo me vuelvo al coche. Tú haz lo que quieras –y se giró, dispuesta a desandar lo andado, mientras Ezequiel la miraba con resignación.
 
Ezequiel hizo un breve amago de retroceder e ir a buscar a su mujer, pero entonces la luna volvió a asomarse sobre él. Según sus cálculos, la ciudad debería hacerse visible andando unos pocos metros más, a la vuelta de un recodo. Y decidió continuar adelante.
 
Pero la luna volvió a ocultarse antes de que alcanzara dicho recodo. La oscuridad envolvía de nuevo a Ezequiel, pero éste no se echó atrás y siguió su camino. Unos minutos después se encontraba en un amplio espacio abierto, en plena noche. Según estimaba, ahí mismo debería estar la misteriosa ciudad pero, obviamente, se encontraba en mitad de la nada, en campo abierto. Su mujer tenía razón, al fin y al cabo. Entonces miró al cielo, hacia la negrura total, como pidiendo una vez más que se asomara de nuevo la luna.
 
Y la luna se asomó. Y la ciudad reapareció. Se materializó alrededor de Ezequiel, surgiendo de la nada más absoluta, tomando forma a medida que la luz de la luna se abría paso a través de la oscuridad. En unos pocos segundos Ezequiel se vio, no ya sobre una superficie de tierra con hierba silvestre, sino sobre los adoquines de piedra de una pequeña y vieja ciudad. Y ya no estaba a oscuras, todo a su alrededor estaba cubierto por una luz pálida aunque cegadora. Ezequiel estaba maravillado, miraba a las casas de piedra que le rodeaban, estirando el brazo hacia ellas para tocarlas y percibir su solidez, notar que eran reales y no un producto de su imaginación.
 
Una pequeña pero insistente melodía a base de cortos y agudos pitidos le sacó de su ensueño. Era su teléfono móvil. En la pantalla aparecía y desaparecía, a pulsaciones rítmicas, el nombre de Susana.
 
—Cariño, ¿dónde estás? –preguntó ella, cuando Ezequiel contestó la llamada–. Por favor, vuelve al coche, me estás asustando mucho.
—No, Susana –respondió él, visiblemente emocionado–. He encontrado la ciudad. Es real, existe. Tienes que venir, rápido.
 
En realidad, la última frase no llegó a oídos de Susana, porque la comunicación se cortó de golpe. Tras dicho corte, la pantalla del móvil indicaba que no había cobertura. Entonces, de repente, se abrió la puerta de madera de una de aquellas viejas casas, y una extraña voz ronca dijo, o más bien susurró, bienvenido a la ciudad de la luna. Ezequiel no se lo pensó demasiado y entró dentro de la casa.
 
Susana intentó llamar de nuevo a su marido pero, tras haberse cortado la última llamada, con cada nuevo intento sólo recibía el mismo desquiciante mensaje de el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura. No era consciente de ello, pero estaba sollozando. Estaba asustada, y quedarse sola en el coche sin saber dónde estaba su marido no era la mejor opción. Decidió regresar de nuevo en su busca. Avanzó rápidamente, pues esta vez la luna tardaba más en ocultarse, y le permitía ver mejor por dónde avanzaba. Un rato después, llegó a la amplia explanada donde apenas unos minutos antes se encontraba su marido. A su alrededor  tan sólo veía una vasta extensión de campo abierto en todas direcciones, cubierta con una ligera neblina que apenas perturbaba ligeramente la visión. Pudo observar unas huellas recientes en el suelo de tierra, que avanzaban unos metros más, para desaparecer repentinamente. Pero ni rastro de Ezequiel.
 
Ezequiel estaba en la ciudad de la luna. Se encontraba dentro de una de sus casas. A través de la ventana podía ver a su mujer, Susana, que miraba despistada a su alrededor, aún sin ver la ciudad, a pesar de encontrarse ya en ella, en mitad de una de sus calles, y a plena luz de luna, que brillaba en el firmamento con todo sus esplendor. Intentó abrir la puerta de la casa, pero le resultó imposible. Igualmente le pasó con la única ventana de la estancia. Ezequiel gritó entonces con todas sus ganas, pero su voz no parecía llegar a su mujer. Su desesperación empezó a ir en aumento, mientras que la luna comenzó a ocultarse de nuevo. Ezequiel vio cómo la ciudad desaparecía ante sus incrédulos ojos, y vio también cómo él desparecía con ella. Y su mujer continuaba ajena a todo ello, buscándole sin encontrarle, sin saber que estaba a tan sólo unos metros de ella.
 
Finalmente, la luna se ocultó tras las nubes, y la ciudad desapareció. Susana se arrodilló desesperada, llorando y gritando el nombre de su marido, en plena oscuridad. Ezequiel no apareció jamás.


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Este relato está incluido en mi libro 'Pequeños momentos breves'.