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4 feb 2015

[revisitando el blog] #4 "El Maestro Relojero" (relato)

Llegué con cierto retraso a la casa del Maestro Relojero. Qué inoportuno por mi parte. Llamé al timbre con bastante nerviosismo, preparándome para pedir disculpas, aunque me quedé sin habla cuando la puerta se abrió. Frente a mí, un tipo alto y sombrío negaba lenta y desaprobadoramente con la cabeza, y chasqueaba la lengua, mientras observaba con cierto disgusto un viejo reloj de bolsillo... [seguir leyendo]

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Publicado originalmente en el blog en 12-8-2011. Fue mi primer relato publicado en una antología, y está colgado también en varias webs. Forma parte de mi libro 'Pequeños momentos breves'.
 
http://rodtem.blogspot.com.es/2011/12/pequenos-momentos-breves.html

10 ene 2015

"El ratón y los botones de la señora Burton" (relato)



La señora Burton trabajó de costurera durante buena parte de su longeva vida, pero ya hacía un par de años que se vio obligada a jubilarse, pues su vista comenzaba a fallar. Vivía en un pequeño pueblo perdido entre los frondosos bosques de Escocia, en una vieja casa de piedra y madera. Su marido había muerto apenas un par de meses atrás, tras una larga enfermedad, y desde entonces ella se había quedado sola. No habían tenido hijos, y la única familia que le quedaba a la señora Burton era una hermana pequeña, una solterona muy refunfuñona con la que apenas hablaba por teléfono un par de veces al año. En realidad, la señora Burton no vivía tan sola en la vieja casa: un pequeño ratón se había instalado recientemente en el hogar, al poco de morir el marido, y la recorría de punta a punta, aunque con mayor predilección por la cocina. La señora Burton, lejos de asustarse, y en lugar de intentar deshacerse de él, tomó su aparición con amarga alegría, pues la presencia del pequeño ratón en la casa suponía un pequeño alivio a su repentina soledad. Así, en lugar de esconder la comida, la señora Burton dejaba todos los días en el suelo de la cocina, justo antes de acostarse, un pequeño plato con unos trocitos de queso y, alguna que otra vez, con unos dulces. El ratón no tardó en coger confianza y acabó mostrándose sin temor alguno ante la señora Burton durante el día, y acudiendo puntualmente a su cita nocturna con el queso y los dulces.

Cierto día, la señora Burton había decidido volver a coger sus aparejos de costura y ponerse de nuevo a tejer. Ahora no de forma profesional, claro, pero sí al menos para mantenerse ocupada. La tarde era el momento que elegía la señora Burton para ponerse a coser y no pocas veces se asomaba el pequeño ratón para observarla mientras tejía. En cierta ocasión, a la señora Burton se le cayó al suelo una caja a rebosar de botones y, aunque recogió la mayoría, alcanzó a ver, sin poder evitar una amplia sonrisa, cómo el pequeño ratón sujetaba uno de aquellos botones entre sus finas patas y, a duras penas, conseguía hacerse con él, hasta que logró llevárselo hasta su madriguera. La señora Burton lo observó durante todo aquel proceso, maravillándose y divirtiéndose, y tomó la decisión de darle doble ración de queso por la noche, para compensar aquel tremendo sobreesfuerzo que había supuesto para el ratón aquel ejercicio. No imaginaba lo que se iba a encontrar al día siguiente.
 
Cuando la señora Burton se despertó por la mañana, todo parecía estar en orden. No fue hasta primera hora de la tarde, al acercarse a su cesto de costura, cuando la vio. Junto a la caja de los botones había una enorme moneda de oro macizo. Una moneda antigua y, probablemente, de un alto valor económico. Durante toda esa tarde, la señora Burton no pudo apenas tejer más que un par de puntadas, pues se estuvo preguntando de dónde podía haber salido aquella brillante moneda. La única respuesta posible parecía ser el ratón, aunque no dejaba de ser una idea descabellada. En cualquier caso, el protagonista de sus pensamientos estuvo ante ella toda la tarde. El pequeño roedor la observó durante horas, y a la señora Burton le dio la impresión de que el animalillo estaba esperando algo. Antes de acostarse, durante su rutina diaria de preparar el pequeño platillo con unos trocitos de queso, la anciana mujer, quizás sin pensarlo dos veces, decidió añadir al plato un pequeño botón, similar al que la tarde anterior se había llevado el ratón.
 
A la mañana siguiente, nada más despertarse, la señora Burton fue corriendo hacia el cesto de costura, pero se llevó una pequeña decepción al comprobar que no había ninguna moneda de oro en su interior, y que la caja de los botones tan sólo contenía botones. Sin embargo, al ir a recoger el platillo del queso, pudo comprobar que allí había una imponente moneda dorada. Ya no le quedaba duda alguna, el ratón le otorgaba valiosas monedas de oro a cambio de insignificantes botones.
 
La señora Burton no era en absoluto ambiciosa y, de hecho, todo aquello de los botones y las monedas de oro no dejaba de parecerle una mera anécdota curiosa y tan sólo le hacía sonreír, divertida. A su edad, pensó, no tenía ningún interés en hacerse rica a base de antiguas monedas de oro. Lo que le restara de vida quería pasarlo tranquilamente en su vieja casa perdida en los bosques de Escocia, tejiendo apaciblemente mientras aún le quedara un poco de visión, y con la única compañía de aquel amable y gracioso ratoncito.
 
Unos días después, y tras cerca de una década sin haberse visto frente a frente, la hermana de la señora Burton decidió hacerle una inesperada, y quizás inoportuna, visita. Mientras estaban tomando té con pastas, el pequeño ratón hizo acto de presencia, ignorando que se toparía con una desconocida, ante lo cual la hermana de la señora Burton intentó convencerla de que colocara ratoneras y veneno matarratas por toda la casa. La señora Burton se negó, indignada y escandalizada. Su hermana no comprendía tal negativa ni por qué permitía tan alegremente la presencia de aquel, para ella, tan asqueroso roedor en la casa y, finalmente, y prácticamente arrepintiéndose en el acto, la señora Burton le confesó a su hermana todo lo ocurrido con el ratón, los botones y las monedas de oro.
 
A la hermana, entonces, se le iluminó la mirada e insistió en quedarse a dormir aquella noche. El buen corazón de la señora Burton le impidió negarse a ello, pero, a pesar de las quejas de su hermana, y como todas las noches antes de acostarse, dejó un platillo con unas rodajas de queso y un botón ante el pequeño agujero en la pared de la cocina, que servía de entrada a la madriguera del ratón. Apenas una hora después de haberse dado el buenas noches, la hermana salió de su improvisado dormitorio y, tras comprobar que la señora Burton dormía plácida y profundamente, se dirigió rauda a la cocina. El platillo permanecía allí intacto, y ella se quedó observándolo muy atentamente, y perfectamente alerta a cualquier movimiento que se produjese.
 
El pequeño ratón aún tardó cerca de otra hora en hacer acto de presencia. Asomó su cabecita por el agujero y observó con cierto recelo a la anciana. Sin embargo, el poder de atracción del queso era superior y acabó acudiendo al platillo, como todas las noches. Rápidamente se hizo con una tras otra de las rodajas de queso y dejó únicamente el botón. Pareció dudar entonces, y permaneció oculto en su guarida durante unos minutos, pero finalmente fue de nuevo hacia el plato y sujetó fuertemente el botón entre sus dientes. La hermana de la señora Burton permanecía inmóvil, pero sin perder ojo de los movimientos del animal. Éste se escabulló rápidamente por el agujero y, nuevamente, tardó unos minutos en volver a asomarse. Ésta vez portaba en su boca, con cierto esfuerzo, una brillante moneda. Al verla, la anciana se levantó como impulsada por un resorte y echó a correr hacia el ratón que, por puro instinto animal, soltó la moneda y, dando media vuelta, regresó asustado y acelerado a su refugio.
 
La hermana de la señora Burton sujetó maravillada la moneda de oro que había traído el ratón. Una brillante idea había empezado a correr por su mente durante las últimas horas y había llegado el momento de ponerse en marcha. No tenía ningún interés en adivinar o comprender por qué el ratón traía monedas de oro a cambio de simples botones, pero le resultaba obvio que esas monedas tenían que haber salido de algún lugar oculto en la casa, y ella estaba dispuesta a dar con dicho botín. Aguzó el oído y, en el silencio de la noche, fue capaz de oír los ligeros pasos del ratón correteando bajo sus pies. Rápidamente, bajó al sótano de la casa y escuchó de nuevo, aún con más atención. Localizó al ratón tras una pared...
 
Un terrible temblor, seguido de un sonoro estruendo, despertó de golpe a la señora Burton. El ruido provenía de la parte baja de la casa, posiblemente del sótano, pensó. Bajó corriendo al lugar y, entre el polvo que flotaba en el ambiente, se encontró con un espectáculo dantesco: uno de los muros del sótano se había venido abajo, atrapando en su caída a su hermana, quien había muerto en el acto, aplastada por las piedras y ladrillos. Junto a ella también yacía el cadáver destrozado de un diminuto ratón. La señora Burton no pudo evitar sentirse más apenada por la pérdida del pequeño animalillo que por la de su propia hermana.
 
Unas semanas después, la señora Burton volvía a tejer tranquilamente. La pared del sótano ya había sido reparada, y las dichosas monedas de oro no habían aparecido por ningún lado, aunque a decir verdad, la señora Burton ni siquiera había pensado un solo momento en su mera existencia. Echaba de menos al ratoncito que le hacía compañía en sus días de soledad, y ahora únicamente podía tejer a solas. Se sentía vacía. De repente, escuchó un ruido tras la pared, cerca del agujero por el que tantas veces se asomó el ratón. Eso la sobresaltó. Se levantó y se dirigió al agujero, y a su vez el ruido también fue acercándose más y más, lentamente. Era un pequeño rasgueo, como el de unas pequeñas patitas moviéndose sobre la madera, pero era un sonido más fuerte del que llegó a hacer jamás el pequeño ratón. Entonces se asomó por la abertura, pero no era el gracioso y agradable ratoncito que esperaba la señora Burton, sino una enorme y asquerosa rata negra. En su boca babeante llevaba una moneda de oro. Miró fijamente a la señora Burton y lentamente se acercó hasta ella. Soltó la moneda a sus pies y volvió a mirarla, como pidiendo comprensión. Como pidiendo perdón.
 
La señora Burton, con lágrimas en los ojos, lo comprendió todo. Coge tu maldita moneda de oro, le dijo con rabia a la rata, y vete de mi casa. Vete y no vuelvas nunca más.

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Este relato fue publicado en la antología 'Descubriendo nuevos mundos II' de Espada y Brujería.

http://www.espadaybrujeria.com/descubriendo-nuevos-mundos-2/

Es también uno de los relatos incluidos en mi libro 'Pequeños momentos breves'.

http://rodtem.blogspot.com.es/2011/12/pequenos-momentos-breves.html
 

25 dic 2014

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4 dic 2014

"La ciudad de la luna" (relato)

 
 
Ezequiel se despertó con el bache. Su mujer, Susana, conducía excesivamente rápido, y aquel viejo coche ya no estaba para demasiados trotes. Y menos en aquella carretera que, por momentos, se convertía en casi un camino de cabras. Tardó unos instantes en comprender dónde se hallaba, pero enseguida recordó que regresaban de la boda de su cuñado. Un bodrio, pero no habían podido negarse a ir. Por suerte, ya estaban de regreso a casa.

—¿Dónde estamos, cielo? –preguntó Ezequiel, terminando de desperezarse.
—Hombre, el dormilón –contestó sonriente su mujer. Se le notaba el cansancio en el rostro, pero se alegraba de que se hubiera despertado su marido, pues así al menos podría hablar con él, en lugar de limitarse a simplemente conducir–. Aún queda mucho viaje, campeón. Pero creo que ya te va tocando a ti conducir.
—Hmmm... Diez minutos –contestó él, devolviéndole la sonrisa, mientras estiraba los brazos en un prolongado bostezo. Después, se giró hacia la ventana y observó el exterior.

Apenas podía distinguir nada en medio de la oscuridad nocturna. El cielo estaba cubierto, ocultando la luna, pero Ezequiel intuía que viajaban por una zona rural, pues a su alrededor distinguía, a duras penas, algún que otro árbol. Y al fondo, prácticamente ocultas en la oscuridad, podía ver el contorno de una negras praderas que terminaban en unas montañas no muy altas.

—¿Qué le pasa a la radio? –preguntó de repente, al darse cuenta del silencio que reinaba en el interior del vehículo.

Manipuló el aparato, en busca de alguna emisora, pero no consiguió sacar más sonido que el monótono y aburrido ruido de estática. Susana le explicó entonces que se había puesto así hacía tan sólo unos pocos minutos, justo antes de despertar él. Ezequiel abrió la guantera y extrajo un estuche en el que se puso a rebuscar con ahínco.

—Ya tengo la solución –dijo, sacando un CD del estuche, e introduciéndolo en la ranura correspondiente. Al poco, comenzó a sonar el tema Moonlight Shadow, de Mike Oldfield. Susana volvió a sonreír, y ambos se besaron. Luego, inspirado por la canción, Ezequiel volvió a mirar al cielo, esperando quizás que se asomara la luna.

El cielo estaba igual, cubierto por una oscuridad inquebrantable. Ezequiel apoyó la cabeza en el cristal de la ventana y cerró los ojos, diciéndose a sí mismo que era una pena no poder ver la luna y las estrellas ahora que viajaban por el campo. Abrió de nuevo los ojos y pudo observar cómo, de repente, unas nubes se apartaron permitiendo asomarse a la luna. Una luna llena, perfectamente redonda y clara, aunque muy brillante y definitivamente hermosa. Desprendía una claridad como sólo en la noche se puede lograr, inundándolo todo con ella. Ezequiel pudo entonces distinguir mejor el paisaje: lo que antes sólo se asemejaban a árboles eran efectivamente árboles, pero ahora también podía ver arbustos, una extensa plantación de maíz con un escuálido espantapájaros como guardián, un pequeño riachuelo casi seco... y a cosa de un par de kilómetros de distancia, en las praderas que acababan en montañas, había unas extrañas luces, que le llamaron inmediatamente la atención. La luna se mostraba completa y orgullosa, brindando la suficiente claridad para que Ezequiel pudiera comprobar que dichas luces correspondían a una pequeña aunque brillante ciudad.
 
—Susi –dijo él, sin dejar de mirar por la ventana–, ¿cuál es la población más cercana a nosotros ahora mismo?
—Pues tiene que ser Quila, pero debe estar como a treinta kilómetros de aquí –contestó ella–, si te estás meando será mejor que te bajes en carretera...
—Tiene que haber algún sitio más cercano.
—No, cariño –replicó ella, convencida–. Estamos en la carretera 27, conocida por estos lares por ser tremendamente solitaria, y por no tener ninguna población entre Cassius y Quila. De hecho, yo calculo que estaremos justo en medio de ambas. Y es más –añadió, mirando con curiosidad a su marido–, por no haber, no hay nada humano en veinte o treinta kilómetros a la redonda: ni estaciones de servicio, ni gasolineras, ni el motel de Norman Bates...
—¿Pues entonces qué coño es eso? –preguntó Ezequiel, señalando a su ventana, en dirección a donde había visto las luces y la ciudad.
 
En ese preciso instante, las nubes volvieron a cubrir la luna, escondiéndola por completo con su manto y regresando de nuevo la impenetrable oscuridad. Susana miró por la ventana, sin miedo ya que circulaban desde hacía un rato por una larga recta, pero ya no pudo ver nada salvo negrura, y así se lo hizo saber a su marido. Éste, incrédulo, vio que había desaparecido la ciudad. No es que ya no se viese tan nítida como antes de ocultarse la luna, sino que había desaparecido completamente, sin dejar rastro. Incluso las luces que unos momentos antes brillaban con fuerza, ahora estaban ausentes. Sólo había oscuridad.
 
Al principio, Ezequiel se sintió sorprendido y descolocado, pero enseguida pensó que sus ojos le habían jugado una mala pasada. Seguramente, entre que acababa de despertarse, y la repentina claridad procedente de la luna, había creído ver unas luces de una ciudad, cuando no sería más que algún extraño reflejo. Pensándolo más fríamente, se daba cuenta de que era absurdo, si hubiese una ciudad allí (algo imposible, tal y como le había confirmado su propia mujer, y ella conocía esa zona como la palma de su mano), ahora mismo tendría que seguir viendo las luces destacando en la oscuridad, y no era el caso. Sólo había oscuridad.
 
—¿Estás bien, Ezequiel? –preguntó Susana, al ver a su marido titubeando.
—Sí, sí, cariño –respondió él, frotándose con fuerza los ojos–. Creo que no había terminado de despertarme del todo, y he debido de tener una especie de alucinación. Me pareció ver unas luces allí, hacia la derecha.
—Sí, seguro –dijo ella, sonriendo ampliamente–. Fijo que era un OVNI.
—Vete a la mierda –replicó Ezequiel, dándole un suave golpe en el hombro, y ambos se echaron a reír alegremente.
 
Cuando cesaron las carcajadas, él volvió a mirar por la ventana. Todo seguía a oscuras. Alzó la vista y al poco comenzó a ver cómo la luna volvía a asomarse de nuevo, tímida pero inexorablemente. De forma instintiva, bajó la vista hacia donde había visto antes la ciudad y, de nuevo, ahí estaba. Ezequiel la podía ver claramente. Un núcleo brillante de edificios y casas, no sólo visibles por la luz que ahora reflejaba la luna, sino que además desprendía sus propias luces, como cualquier otra ciudad. Ezequiel se quedó paralizado unos segundos, tratando de asimilar las imágenes que estaba percibiendo, intentando encontrar el sentido lógico a aquello.
 
—Susi... –acertó a decir finalmente, tras unos segundos de estupefacción.
—¿Sí?
—Otra vez...
—¿Otra vez el OVNI? –rió Susana, sin apartar la mirada de la carretera, aunque apenas había curvas en aquella zona–. Oye, si lo que pretendes es librarte de conducir en tu turno, no lo vas a conseguir...
—No, Susana –dijo él, girándose hacia ella–. Ahí está otra vez la ciudad. ¡Mírala, joder!
 
Susana se giró y observó en primer lugar a su marido. La mirada de él le mostraba que no estaba tomándole el pelo ni riéndose de ella. Todo lo contrario, Ezequiel estaba muy convencido de lo que decía, y así lo percibió Susana. Incluso le pareció ver algo de terror y asombro en sus ojos. Sea como fuere, el caso es que para cuando ella desvió la vista hacia la ventana del copiloto y miró a través de ella, hacia donde se suponía que su marido había visto la dichosa ciudad, allí ya no había nada, salvo una negrura total. La luna había vuelto a ocultarse.
 
—Cariño... –dijo ella, titubeando–, yo no veo nada...
—Para, Susana –ordenó él, con el rostro muy serio. Su mirada empezaba a mostrar una ligera obsesión. Había vuelto a ver la ciudad, y ahora estaba seguro de su existencia.
—¿Qué?
—Que pares, Susana. Que detengas el coche –Ezequiel la sujetó por el brazo–. Allí hay una ciudad. La he visto con mis propios ojos.
—¿Estás loco? –Susana se estaba asustando un poco. Además, comenzaba a dolerle el brazo por la presión que ejercía su marido–. Allí no hay nada, sólo...
—¡Que pares, coño!
 
Ezequiel forcejeó con su mujer, que se vio obligada a frenar el vehículo. Antes de que a Susana le diera siquiera tiempo a replicar, su marido abrió la puerta del copiloto y salió del coche, corriendo como un loco. Ella se quedó atónita, pero cuando vio que Ezequiel ya se había alejado diez o doce metros, y empezaba a ocultarse en la oscuridad de la noche, decidió ir tras él.
 
—¿Estás loco, Ezequiel? –le preguntó ella, mientras avanzaban en mitad de la noche, sin una luz que les pudiera guiar–. ¿Se puede saber a dónde vas?
—A dónde vamos –rectificó él.
—¿Cómo? –preguntó ella, desconcertada.
—Que vamos. Tú y yo. Los dos –Ezequiel la cogió de la mano, con firmeza pero sin hacerle daño, mientras pronunciaba estas palabras–. A la ciudad.
—No hay ninguna ciudad, cielo. Habrás visto un reflejo o algo...
—Sé lo que he visto, Susi. Era una ciudad, y la vamos a encontrar. Tiene que estar aquí al lado.
—Ni hablar –espetó ella, y se detuvo en seco, soltándose de su marido–. Yo me vuelvo al coche. Tú haz lo que quieras –y se giró, dispuesta a desandar lo andado, mientras Ezequiel la miraba con resignación.
 
Ezequiel hizo un breve amago de retroceder e ir a buscar a su mujer, pero entonces la luna volvió a asomarse sobre él. Según sus cálculos, la ciudad debería hacerse visible andando unos pocos metros más, a la vuelta de un recodo. Y decidió continuar adelante.
 
Pero la luna volvió a ocultarse antes de que alcanzara dicho recodo. La oscuridad envolvía de nuevo a Ezequiel, pero éste no se echó atrás y siguió su camino. Unos minutos después se encontraba en un amplio espacio abierto, en plena noche. Según estimaba, ahí mismo debería estar la misteriosa ciudad pero, obviamente, se encontraba en mitad de la nada, en campo abierto. Su mujer tenía razón, al fin y al cabo. Entonces miró al cielo, hacia la negrura total, como pidiendo una vez más que se asomara de nuevo la luna.
 
Y la luna se asomó. Y la ciudad reapareció. Se materializó alrededor de Ezequiel, surgiendo de la nada más absoluta, tomando forma a medida que la luz de la luna se abría paso a través de la oscuridad. En unos pocos segundos Ezequiel se vio, no ya sobre una superficie de tierra con hierba silvestre, sino sobre los adoquines de piedra de una pequeña y vieja ciudad. Y ya no estaba a oscuras, todo a su alrededor estaba cubierto por una luz pálida aunque cegadora. Ezequiel estaba maravillado, miraba a las casas de piedra que le rodeaban, estirando el brazo hacia ellas para tocarlas y percibir su solidez, notar que eran reales y no un producto de su imaginación.
 
Una pequeña pero insistente melodía a base de cortos y agudos pitidos le sacó de su ensueño. Era su teléfono móvil. En la pantalla aparecía y desaparecía, a pulsaciones rítmicas, el nombre de Susana.
 
—Cariño, ¿dónde estás? –preguntó ella, cuando Ezequiel contestó la llamada–. Por favor, vuelve al coche, me estás asustando mucho.
—No, Susana –respondió él, visiblemente emocionado–. He encontrado la ciudad. Es real, existe. Tienes que venir, rápido.
 
En realidad, la última frase no llegó a oídos de Susana, porque la comunicación se cortó de golpe. Tras dicho corte, la pantalla del móvil indicaba que no había cobertura. Entonces, de repente, se abrió la puerta de madera de una de aquellas viejas casas, y una extraña voz ronca dijo, o más bien susurró, bienvenido a la ciudad de la luna. Ezequiel no se lo pensó demasiado y entró dentro de la casa.
 
Susana intentó llamar de nuevo a su marido pero, tras haberse cortado la última llamada, con cada nuevo intento sólo recibía el mismo desquiciante mensaje de el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura. No era consciente de ello, pero estaba sollozando. Estaba asustada, y quedarse sola en el coche sin saber dónde estaba su marido no era la mejor opción. Decidió regresar de nuevo en su busca. Avanzó rápidamente, pues esta vez la luna tardaba más en ocultarse, y le permitía ver mejor por dónde avanzaba. Un rato después, llegó a la amplia explanada donde apenas unos minutos antes se encontraba su marido. A su alrededor  tan sólo veía una vasta extensión de campo abierto en todas direcciones, cubierta con una ligera neblina que apenas perturbaba ligeramente la visión. Pudo observar unas huellas recientes en el suelo de tierra, que avanzaban unos metros más, para desaparecer repentinamente. Pero ni rastro de Ezequiel.
 
Ezequiel estaba en la ciudad de la luna. Se encontraba dentro de una de sus casas. A través de la ventana podía ver a su mujer, Susana, que miraba despistada a su alrededor, aún sin ver la ciudad, a pesar de encontrarse ya en ella, en mitad de una de sus calles, y a plena luz de luna, que brillaba en el firmamento con todo sus esplendor. Intentó abrir la puerta de la casa, pero le resultó imposible. Igualmente le pasó con la única ventana de la estancia. Ezequiel gritó entonces con todas sus ganas, pero su voz no parecía llegar a su mujer. Su desesperación empezó a ir en aumento, mientras que la luna comenzó a ocultarse de nuevo. Ezequiel vio cómo la ciudad desaparecía ante sus incrédulos ojos, y vio también cómo él desparecía con ella. Y su mujer continuaba ajena a todo ello, buscándole sin encontrarle, sin saber que estaba a tan sólo unos metros de ella.
 
Finalmente, la luna se ocultó tras las nubes, y la ciudad desapareció. Susana se arrodilló desesperada, llorando y gritando el nombre de su marido, en plena oscuridad. Ezequiel no apareció jamás.


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Este relato está incluido en mi libro 'Pequeños momentos breves'.

28 nov 2014

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"Pequeños momentos breves" es una colección de relatos y microrrelatos de corte oscuro y fantástico, como 'El Maestro Relojero', 'Jack', 'Gemelos' y otros...

Detalles de la obra:
ISBN: 9781447806158
Edición: Primera edición
Publicado: 20 de diciembre de 2011
Idioma: Castellano
Páginas: 151
Encuadernación: Tapa blanda pegado
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24 jul 2014

"El monstruo bajo la cama" (relato)

“Con qué miedo escuchaban los monstruos 
bajo la cama el cuento que leía a su hijo
 Edgar Allan Poe”

José Luis Zárate, escritor mexicano


    La madre apagó la luz y abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí. El niño se acurrucó bajo las mantas, temblando pero no de frío, sino de inconmensurable pavor.

    Tenía un temor desorbitado hacia el monstruo que, desde hacía unos escasos días, se había instalado y habitaba bajo su cama. Aún no había podido verlo, pero sabía que estaba allí noche tras noche, babeante y peludo, esperando para atacarle por sorpresa, y comérselo con sus afilados y amarillentos dientes de monstruo. Estaba seguro de haberlo oído arrastrarse por el suelo en más de una ocasión, cada vez más cerca, cada vez más ansioso. En cualquier momento se le echaría encima, y entonces el niño no podría hacer ya nada para defenderse.

    En mitad de la oscuridad, el niño escuchaba atentamente, alerta ante cualquier sonido. Casi imperceptiblemente, pudo oír un pequeño ruido, un suave rasgueo sobre la madera del suelo. Un ris-ras leve pero constante, que avanzaba y avanzaba...

    Bajo la cama del niño, el monstruo, como todas las noches anteriores, intentaba no hacer ruido mientras se arrastraba por el rugoso suelo, pero en mitad del silencio nocturno, sus movimientos se hacían evidentes.

    Unos pocos días atrás, y sin saber cómo, el monstruo había llegado a la habitación del niño a través de un portal dimensional, procedente de un extraño y lejano mundo poblado de seres atroces e inimaginables. Por el día, la luz cegaba e impedía el movimiento al monstruo, pues allí de dónde venía la oscuridad reinaba eternamente, y por eso se escondía en un rincón bajo la cama, perfectamente oculto ante cualquier mirada. Por la noche, el monstruo podía moverse con libertad, aunque sabía que no se encontraba solo en la habitación. No comprendía lo que había ocurrido ni cómo había podido llegar allí, pero sí notaba que allí había alguien con él, un ser completamente desconocido que reposaba sobre él. Oía la acelerada respiración de aquel ser y sus frecuentes gemidos mientras se revolvía sobre la cama. Captaba el fuerte olor de su abundante sudor y otros más sutiles y dulzones. Aún sin ver al niño, el monstruo podía visualizarlo en su mente.

    Todas las noches desde que llegó allí, el monstruo se arrastraba por el suelo, pero no en busca del niño, sino de la puerta. El ser desconocido que reposaba sobre él, lejos de resultarle apetitoso, le producía un temor irracional. Le daba miedo que pudiera descubrirle. Le daba miedo que pudiera matarlo. Le daba miedo que pudiera comérselo.

    Mientras el niño se revolvía en la cama, y apenas podía dormir dominado por la angustia y el temor, el monstruo se afanaba en buscar la manera de huir de allí lo antes posible.

'The Black Cat', por Gino Severini

20 jun 2014

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ISBN: 9781447806158
Edición: Primera edición
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Idioma: Castellano
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Detalles de la obra:
ISBN: 9781447806158
Edición: Primera edición
Publicado: 20 de diciembre de 2011
Idioma: Castellano
Páginas: 151
Encuadernación: Tapa blanda pegado
Tinta interior: Blanco y negro
Peso: 0,28 kg
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17 feb 2014

PEQUEÑOS MOMENTOS BREVES - Promoción: envío gratuito en Lulu.com

Hasta el próximo viernes día 21 de febrero, en Lulu.com tienes envío gratuito en cualquier compra:

http://www.lulu.com/spotlight/rodtem

Usa el código promocional KINDNESS14 y llévate "Pequeños momentos breves" (mi libro de relatos) con envío gratuito y por sólo:






"Pequeños momentos breves" es una colección de relatos y microrrelatos de corte oscuro y fantástico, como 'El Maestro Relojero', 'Jack', 'Gemelos' y otros...

Detalles de la obra:
ISBN: 9781447806158
Edición: Primera edición
Publicado: 20 de diciembre de 2011
Idioma: Castellano
Páginas: 151
Encuadernación: Tapa blanda pegado
Tinta interior: Blanco y negro
Peso: 0,28 kg
Dimensiones (centímetros): 15,24 de ancho x 22,86 de alto

24 ene 2014

PEQUEÑOS MOMENTOS BREVES este finde gratis en Amazon (en formato kindle)

Mi libro de relatos "Pequeños momentos breves" se puede descargar desde hoy hasta el domingo completamente GRATIS en formato kindle, en Amazon (su precio habitual es 1,02 €).

La portada del libro es obra de Jose Ángel Ares
Quien no disponga de un Kindle pero quiera tener el libro en formato digital, también gratis, me lo puede solicitar por email durante este finde, y se lo envío en formato pdf y epub.

También está disponible en formato físico, en Lulu.com (8,55 €) y en la propia Amazon (8,89 €)

12 ene 2014

PEQUEÑOS MOMENTOS BREVES - Promoción: envío gratuito en Lulu.com

Hasta el próximo viernes día 17 de enero, en Lulu.com tienes envío gratuito en cualquier compra:

Obtenga envío estándar gratuito has el 17 de enero.


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"Pequeños momentos breves" es una colección de relatos y microrrelatos de corte oscuro y fantástico, como 'El Maestro Relojero', 'Jack', 'Gemelos' y otros...

Detalles de la obra:
ISBN: 9781447806158
Edición: Primera edición
Publicado: 20 de diciembre de 2011
Idioma: Castellano
Páginas: 151
Encuadernación: Tapa blanda pegado
Tinta interior: Blanco y negro
Peso: 0,28 kg
Dimensiones (centímetros): 15,24 de ancho x 22,86 de alto