La señora Burton trabajó de costurera durante buena parte de su longeva vida, pero ya hacía un par de años que se vio obligada a jubilarse, pues su vista comenzaba a fallar. Vivía en un pequeño pueblo perdido entre los frondosos bosques de Escocia, en una vieja casa de piedra y madera. Su marido había muerto apenas un par de meses atrás, tras una larga enfermedad, y desde entonces ella se había quedado sola. No habían tenido hijos, y la única familia que le quedaba a la señora Burton era una hermana pequeña, una solterona muy refunfuñona con la que apenas hablaba por teléfono un par de veces al año. En realidad, la señora Burton no vivía tan sola en la vieja casa: un pequeño ratón se había instalado recientemente en el hogar, al poco de morir el marido, y la recorría de punta a punta, aunque con mayor predilección por la cocina. La señora Burton, lejos de asustarse, y en lugar de intentar deshacerse de él, tomó su aparición con amarga alegría, pues la presencia del pequeño ratón en la casa suponía un pequeño alivio a su repentina soledad. Así, en lugar de esconder la comida, la señora Burton dejaba todos los días en el suelo de la cocina, justo antes de acostarse, un pequeño plato con unos trocitos de queso y, alguna que otra vez, con unos dulces. El ratón no tardó en coger confianza y acabó mostrándose sin temor alguno ante la señora Burton durante el día, y acudiendo puntualmente a su cita nocturna con el queso y los dulces.
Cierto día, la señora Burton había decidido volver a coger sus aparejos de costura y ponerse de nuevo a tejer. Ahora no de forma profesional, claro, pero sí al menos para mantenerse ocupada. La tarde era el momento que elegía la señora Burton para ponerse a coser y no pocas veces se asomaba el pequeño ratón para observarla mientras tejía. En cierta ocasión, a la señora Burton se le cayó al suelo una caja a rebosar de botones y, aunque recogió la mayoría, alcanzó a ver, sin poder evitar una amplia sonrisa, cómo el pequeño ratón sujetaba uno de aquellos botones entre sus finas patas y, a duras penas, conseguía hacerse con él, hasta que logró llevárselo hasta su madriguera. La señora Burton lo observó durante todo aquel proceso, maravillándose y divirtiéndose, y tomó la decisión de darle doble ración de queso por la noche, para compensar aquel tremendo sobreesfuerzo que había supuesto para el ratón aquel ejercicio. No imaginaba lo que se iba a encontrar al día siguiente.
Cuando la señora Burton se despertó por la mañana, todo parecía estar en orden. No fue hasta primera hora de la tarde, al acercarse a su cesto de costura, cuando la vio. Junto a la caja de los botones había una enorme moneda de oro macizo. Una moneda antigua y, probablemente, de un alto valor económico. Durante toda esa tarde, la señora Burton no pudo apenas tejer más que un par de puntadas, pues se estuvo preguntando de dónde podía haber salido aquella brillante moneda. La única respuesta posible parecía ser el ratón, aunque no dejaba de ser una idea descabellada. En cualquier caso, el protagonista de sus pensamientos estuvo ante ella toda la tarde. El pequeño roedor la observó durante horas, y a la señora Burton le dio la impresión de que el animalillo estaba esperando algo. Antes de acostarse, durante su rutina diaria de preparar el pequeño platillo con unos trocitos de queso, la anciana mujer, quizás sin pensarlo dos veces, decidió añadir al plato un pequeño botón, similar al que la tarde anterior se había llevado el ratón.
A la mañana siguiente, nada más despertarse, la señora Burton fue corriendo hacia el cesto de costura, pero se llevó una pequeña decepción al comprobar que no había ninguna moneda de oro en su interior, y que la caja de los botones tan sólo contenía botones. Sin embargo, al ir a recoger el platillo del queso, pudo comprobar que allí había una imponente moneda dorada. Ya no le quedaba duda alguna, el ratón le otorgaba valiosas monedas de oro a cambio de insignificantes botones.
La señora Burton no era en absoluto ambiciosa y, de hecho, todo aquello de los botones y las monedas de oro no dejaba de parecerle una mera anécdota curiosa y tan sólo le hacía sonreír, divertida. A su edad, pensó, no tenía ningún interés en hacerse rica a base de antiguas monedas de oro. Lo que le restara de vida quería pasarlo tranquilamente en su vieja casa perdida en los bosques de Escocia, tejiendo apaciblemente mientras aún le quedara un poco de visión, y con la única compañía de aquel amable y gracioso ratoncito.
Unos días después, y tras cerca de una década sin haberse visto frente a frente, la hermana de la señora Burton decidió hacerle una inesperada, y quizás inoportuna, visita. Mientras estaban tomando té con pastas, el pequeño ratón hizo acto de presencia, ignorando que se toparía con una desconocida, ante lo cual la hermana de la señora Burton intentó convencerla de que colocara ratoneras y veneno matarratas por toda la casa. La señora Burton se negó, indignada y escandalizada. Su hermana no comprendía tal negativa ni por qué permitía tan alegremente la presencia de aquel, para ella, tan asqueroso roedor en la casa y, finalmente, y prácticamente arrepintiéndose en el acto, la señora Burton le confesó a su hermana todo lo ocurrido con el ratón, los botones y las monedas de oro.
A la hermana, entonces, se le iluminó la mirada e insistió en quedarse a dormir aquella noche. El buen corazón de la señora Burton le impidió negarse a ello, pero, a pesar de las quejas de su hermana, y como todas las noches antes de acostarse, dejó un platillo con unas rodajas de queso y un botón ante el pequeño agujero en la pared de la cocina, que servía de entrada a la madriguera del ratón. Apenas una hora después de haberse dado el buenas noches, la hermana salió de su improvisado dormitorio y, tras comprobar que la señora Burton dormía plácida y profundamente, se dirigió rauda a la cocina. El platillo permanecía allí intacto, y ella se quedó observándolo muy atentamente, y perfectamente alerta a cualquier movimiento que se produjese.
El pequeño ratón aún tardó cerca de otra hora en hacer acto de presencia. Asomó su cabecita por el agujero y observó con cierto recelo a la anciana. Sin embargo, el poder de atracción del queso era superior y acabó acudiendo al platillo, como todas las noches. Rápidamente se hizo con una tras otra de las rodajas de queso y dejó únicamente el botón. Pareció dudar entonces, y permaneció oculto en su guarida durante unos minutos, pero finalmente fue de nuevo hacia el plato y sujetó fuertemente el botón entre sus dientes. La hermana de la señora Burton permanecía inmóvil, pero sin perder ojo de los movimientos del animal. Éste se escabulló rápidamente por el agujero y, nuevamente, tardó unos minutos en volver a asomarse. Ésta vez portaba en su boca, con cierto esfuerzo, una brillante moneda. Al verla, la anciana se levantó como impulsada por un resorte y echó a correr hacia el ratón que, por puro instinto animal, soltó la moneda y, dando media vuelta, regresó asustado y acelerado a su refugio.
La hermana de la señora Burton sujetó maravillada la moneda de oro que había traído el ratón. Una brillante idea había empezado a correr por su mente durante las últimas horas y había llegado el momento de ponerse en marcha. No tenía ningún interés en adivinar o comprender por qué el ratón traía monedas de oro a cambio de simples botones, pero le resultaba obvio que esas monedas tenían que haber salido de algún lugar oculto en la casa, y ella estaba dispuesta a dar con dicho botín. Aguzó el oído y, en el silencio de la noche, fue capaz de oír los ligeros pasos del ratón correteando bajo sus pies. Rápidamente, bajó al sótano de la casa y escuchó de nuevo, aún con más atención. Localizó al ratón tras una pared...
Un terrible temblor, seguido de un sonoro estruendo, despertó de golpe a la señora Burton. El ruido provenía de la parte baja de la casa, posiblemente del sótano, pensó. Bajó corriendo al lugar y, entre el polvo que flotaba en el ambiente, se encontró con un espectáculo dantesco: uno de los muros del sótano se había venido abajo, atrapando en su caída a su hermana, quien había muerto en el acto, aplastada por las piedras y ladrillos. Junto a ella también yacía el cadáver destrozado de un diminuto ratón. La señora Burton no pudo evitar sentirse más apenada por la pérdida del pequeño animalillo que por la de su propia hermana.
Unas semanas después, la señora Burton volvía a tejer tranquilamente. La pared del sótano ya había sido reparada, y las dichosas monedas de oro no habían aparecido por ningún lado, aunque a decir verdad, la señora Burton ni siquiera había pensado un solo momento en su mera existencia. Echaba de menos al ratoncito que le hacía compañía en sus días de soledad, y ahora únicamente podía tejer a solas. Se sentía vacía. De repente, escuchó un ruido tras la pared, cerca del agujero por el que tantas veces se asomó el ratón. Eso la sobresaltó. Se levantó y se dirigió al agujero, y a su vez el ruido también fue acercándose más y más, lentamente. Era un pequeño rasgueo, como el de unas pequeñas patitas moviéndose sobre la madera, pero era un sonido más fuerte del que llegó a hacer jamás el pequeño ratón. Entonces se asomó por la abertura, pero no era el gracioso y agradable ratoncito que esperaba la señora Burton, sino una enorme y asquerosa rata negra. En su boca babeante llevaba una moneda de oro. Miró fijamente a la señora Burton y lentamente se acercó hasta ella. Soltó la moneda a sus pies y volvió a mirarla, como pidiendo comprensión. Como pidiendo perdón.
La señora Burton, con lágrimas en los ojos, lo comprendió todo. Coge tu maldita moneda de oro, le dijo con rabia a la rata, y vete de mi casa. Vete y no vuelvas nunca más.
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