Acechaba a sus víctimas en la entrada del bosque. Apenas les dejaba avanzar unas yardas, pues su sed de sangre y semen de varón le hacía actuar con avidez. Ya fueran hombres solitarios o un grupo numeroso, los acechaba un breve instante y enseguida se avalanzaba sobre ellos. Los violaba con frenético gozo y, en el momento del orgasmo, les clavaba sus garras en el pecho y les mordía vorazmente en el cuello, succionándoles la sangre caliente a la vez que recibía su no menos caliente semilla. Era un súcubo, una bella y mortífera diablesa extraviada en el reino de los mortales, que había hecho de aquel frondoso bosque su hogar. De día o de noche, siempre estaba alerta ante cualquier desconocido que osara entrar en sus dominios. No echaba de menos su antiguo hogar, aquel profundo averno donde tan solo era un ser maldito más, una sirviente sexual del lujurioso Asmodeo, uno de los señores del Infierno. Allí era la reina de aquel bosque, donde no le faltaba alimento.
Un día soleado de marzo, tras una copiosa lluvia nocturna, un esbelto caballero se detuvo a la entrada del bosque. El súcubo se relamió tras unos matorrales, pero el caballero no avanzó. Se bajó de su montura pero permaneció estático en el camino que se adentraba en la arboleda. Las ansias del demonio la obligaron a hacer lo que no había hecho desde que llegó a aquel lugar: abandonar la seguridad de la espesura. No le importaba, aquel era tan solo un pobre mortal, que no podría resistirse a su belleza y sensualidad. Sería suyo muy pronto.
Una preciosa dama de largos cabellos castaños se presentó ante el caballero, completamente desnuda, voluptuosa, irresistible, seductora... El hombre apenas se inmutó pero el caballo se inquietó, percibiendo con un sexto sentido la maldad de aquel ser, y el caballero lo dejó marchar.
—Ven a mí... –dijo ella, como tantas otras veces había hecho.
—Tus artes infernales nada valen contra mí –respondió el caballero, seguro de sí mismo–. He sido bendecido para poder enfrentarme a ti.
—Las bendiciones poco te funcionarán conmigo –rió el demonio, acercándose a él lentamente. Sus pezones erectos apuntaban hacia el caballero, quien podía notar perfectamente la humedad y el calor que emanaba del sexo rasurado de ella.
—No lo entiendes, demonio –replicó él, cuando ya la tenía casi encima–. He sido castrado y mis órganos ofrecidos en sacrificio a tu señor Asmodeo, quien reclama tu regreso.
—Tus artes infernales nada valen contra mí –respondió el caballero, seguro de sí mismo–. He sido bendecido para poder enfrentarme a ti.
—Las bendiciones poco te funcionarán conmigo –rió el demonio, acercándose a él lentamente. Sus pezones erectos apuntaban hacia el caballero, quien podía notar perfectamente la humedad y el calor que emanaba del sexo rasurado de ella.
—No lo entiendes, demonio –replicó él, cuando ya la tenía casi encima–. He sido castrado y mis órganos ofrecidos en sacrificio a tu señor Asmodeo, quien reclama tu regreso.
Le clavó entonces la espada en el abdomen, ante la atónita mirada de ella. Su sangre le salpicó, corroyendo la armadura y quemándole la piel de su desnuda cara. Un angustioso grito le ensordeció al instante. Tras la dama, que se revolvía y agitaba violentamente mientras su cuerpo empezaba a transformarse en un conjunto de malformaciones horrendas, el bosque comenzó a arder. El caballero retiró la espada y dio unos pasos hacia atrás. Aquel ser que tenía ante él, muy lejos ya de parecerse a una mujer sensual y llena de lascivia, se restregó por el suelo e intentó avanzar hacia su seguro hogar pero el bosque, envuelto ahora en llamas, ya no le pertenecía. Una enorme sombra se atisbaba entre el fuego y los crepitantes árboles. Una voz gutural se alzó sobre el lugar:
—Ven a mí, pequeña –Asmodeo la reclamaba.
—Ven a mí, pequeña –Asmodeo la reclamaba.
Rusalka, por Ivan Bilibin, 1934 (fuente: Wikipedia) |
1 comentario:
Gracias, Rubén. Interesante y ambicioso proyecto el tuyo. Un Saludo!
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