El pequeño alienígena mandó la señal a la lejana nave
nodriza, a través de un canal estable, antes de que la escasa energía de su
propia cosmonave se extinguiera por completo. El mensaje llegaría casi de forma
instantánea, saltando de cuerda a cuerda a nivel cuántico, desplazándose
incluso a lo largo de diferentes dimensiones, y atravesando finalmente cerca de
setenta millones de años-luz hasta su receptor. Su vehículo monoplaza agonizaba
ya antes de acercarse al planeta, desgastado por el duro y dilatado viaje
interestelar, y la violenta entrada en la atmósfera lo había dejado
definitivamente inservible. El ser extraterrestre estaba además ciego desde
hacía tiempo, después de acercarse imprudentemente a Próxima Centauri, una de las tres estrellas del sistema Alfa Centauri, cuando tan solo intentaba
hacer una pausa en su periplo, dirigiéndose a un pequeño planeta de dicho
sistema, una de las preciadas fuentes de agua en la galaxia. Pagó un precio
caro pero sin el líquido elemento no habría durado mucho más en su tortuosa
odisea.
Al igual que con las comunicaciones, su astronave
podía atravesar el espacio cuántico, viajando a través de diferentes cuerdas
–estables o temporales–, avanzando millones de kilómetros en apenas un
instante. Pero mientras que los mensajes, apenas unos bits de información
contenida en partículas subatómicas, podían recorrer millones de años-luz en un
único trayecto sin llegar a corromperse, la tecnología de su medio de
transporte no le permitía realizar grandes recorridos. Los enlaces atómicos no
soportaban lo suficiente y tanto moléculas como átomos corrían el riesgo de
descomponerse de forma fatal. Además, una prolongada exposición al campo
cuántico tampoco era una situación compatible con la vida para los seres
orgánicos. Por lo que se veía obligado a realizar pequeños saltos cuánticos,
con un necesario descanso entre ellos, y llevando tanto su equipo como su
cuerpo al límite en cada uno de ellos.
Finalmente había llegado a su destino, aunque su
ceguera le impidió apreciar la belleza de aquel planeta azul y blanco, y a
duras penas logró maniobrar los mandos para evitar acabar estrellado contra la
superficie. Los sensores de la nave le indicaron que el planeta carecía de vida
pero contenía abundante agua. Podría ser un destino apto para su especie, los
últimos supervivientes de un planeta ya extinto, refugiados interestelares en
tránsito hacia una nueva existencia. Envió la señal acordada, y la astronave,
su fiel servidora y única acompañante durante tanto tiempo, se despidió de él
con un aparatoso estertor. Quedaba así completamente incomunicado. Se introdujo
en un traje presurizado con adaptador atmosférico, que le permitiría subsistir
en condiciones adversas, adaptando el aire exterior a unas condiciones
asumibles para su organismo. Tenía aire respirable y agua en abundancia, por lo
que podría sobrevivir hasta la llegada de sus congéneres, aún a varios millones
de años-luz de distancia. Se armaría de paciencia para sobrellevar tan larga
espera en la soledad de aquel vacío planeta.
Salió al exterior.
Se encontró con hielo. Mucho hielo. Por todas partes.
Sus ojos ciegos no podían verlo, pero notaba la potente claridad de la
superficie congelada. Un vasto espacio abierto, cubierto de sólido e inamovible
hielo, le rodeaba. Blanco y frío, eterno e infinito. Dio unos pasos,
maravillado, tratando de imaginarse la escena. En el cielo, de un azul radiante
ajeno a su visión perdida, brillaba con fuerza la estrella sobre la que
seguramente orbitaba aquel mundo blanco. El alienígena incluso podía notar el
calor que proporcionaba en aquel frío inmenso. Extendió sus cuatro largas
extremidades superiores y agitó los pequeños tentáculos ubicados en sus
extremos. En su especie, era un claro signo de alegría.
En el horizonte, apenas visibles, unos pequeños puntos
oscuros se movían en su dirección, sin que aquel ser fuera consciente de ello.
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En cuanto se detectó aquel objeto desconocido
penetrando en la atmósfera terrestre, los diferentes gobiernos de la Tierra se
movilizaron en su búsqueda. No pasó mucho tiempo hasta que una expedición lo
localizó. Aquellos restos encontrados en la Antártida suponían todo un reto
para los mejores científicos de la Tierra. Contenían una tecnología
completamente desconocida hasta entonces, y sin duda superior a la desarrollada
por el ser humano. La criatura insólita y amorfa que se agitaba junto a
aquellos restos, visiblemente orgánica aunque cubierta por una especie de
extraño traje espacial, y aparentemente inteligente, era una clara amenaza para
la humanidad.
Con cada nuevo experimento que realizaban sobre su
maltrecho cuerpo, el alienígena tan solo deseaba que fuera el último y le
dejaran morir por fin. Con cada nueva prueba, tan solo se lamentaba y se
maldecía a sí mismo. Incapaz de comunicarse con aquellos seres morfológicamente
tan diferentes a él, el dolor y la agonía que le provocaban no eran nada
comparado con su sentimiento de culpa. Su especie, los últimos supervivientes
de un planeta ya extinto, se dirigían sin saberlo a la perdición más absoluta.