Kalion cabalgó durante seis días, sin apenas
descanso. Seguramente, de la ciudad habrían partido algunos soldados
para ayudarle, pero su corcel era veloz, y sólo se detenía unos
breves instantes para conseguir algo de comida, sin apenas descansar.
Así, llegó sin compañía a las enormes cuevas de Marko.
Antes de que pudiera
pensar siquiera qué hacer, sintió una enorme llamarada a su
espalda. El calor le sofocó por un instante, pero su fiel caballo
consiguió apartarle del fuego. Kalion se reincorporó y desenvainó
su espada, adornada con el escudo de Zilabon. Frente a él, un
imponente dragón le observaba con interés. Era del tamaño de una
casa, con un cuello largo y enormes alas de murciélago. Tenía la
piel escamosa, de brillantes tonos azules y verdes. Sus ojos eran dos
pequeños puntos rojos y su boca, aún humeante, estaba repleta de
dientes afilados. Kalion no se detuvo a pensar que era la primera vez
que veía un dragón y que hasta ese momento pensaba que ya no
existían, extinguidos al menos trescientos años atrás. Era presa
de la furia por el rapto de su hijo, y se lanzó sin pensar hacia el
monstruoso ser. Consiguió clavarle la espada en un costado, pero la
enorme bestia le embistió, empujándole varios metros hacia atrás,
desarmándole. Después, saltó hacia él y le soltó un zarpazo,
haciendo brotar la sangre del rey, que se dolió asustado, consciente
de su más que posible fin. El dragón emitió un feroz rugido,
equivalente al de cien leones, y se dispuso a hincarle sus
puntiagudos dientes cuando, de repente, una potente luz cegadora
inundó la escena. Duró unos breves segundos, pero aturdió
totalmente a Kalion, dejándole inconsciente.
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continuará...
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