La noche era brillante,
coronada por una magnífica luna en todo su esplendor. El valle de
Rosek, de una extremada anchura, fue donde finalmente se desató la
cruenta batalla entre los repugnantes duendes rojos y las huestes de
Kalion. El valle, antaño verde y florido, estaba cubierto ahora de
cadáveres, de uno y otro bando, sobre el fango y la sangre. Y el río
Myar, que lo atravesaba, sinuoso, con su cristalina y pura agua,
ahora se teñía de rojo.
El ejército de Kalion
era grande y poderoso, y no acusó la inactividad de los últimos
años de paz. Por su parte, los duendes rojos, aunque numerosos, eran
desorganizados. Por suerte para el rey, a medida que aumentaba el
fragor de la batalla, pudo observar que los duendes no habían
recuperado su vieja magia, cosa que le preocupaba enormemente. Los
hechizos lanzados por Loth, dos siglos antes, la habían hecho
desaparecer. Así, poco a poco, Kalion vio cómo la batalla se torcía
a su favor, y los últimos duendes cayeron tan sólo tras unas horas
de salvaje combate. Kalion había obtenido una gran victoria pero...
¿qué había movido a los duendes rojos a atacar Zilabon? ¿por qué
iban en busca de su hijo, aún a riesgo de perecer, como así fue
finalmente, en combate? Las tropas volvieron al campamento, a
celebrar la magnífica victoria, y a cuidar a los múltiples heridos,
pero Kalion regresó cabalgando a la ciudad, escoltado por una
patrulla de fieles soldados. Tenía un mal presentimiento.
Al llegar a su castillo,
el rey se encontró un ambiente desolador. Dalla, entre sollozos, le
explicó que se habían llevado al bebé.
—¿Quién?
–preguntó él, pero Dalla se derrumbó entre sus brazos, llorando
histéricamente.
—Ha
sido Loth –gritó uno de sus consejeros, y Kalion se lanzó
sobre él, aún con Dalla abrazada a él.
—¿Qué
has dicho, insensato? –le preguntó el rey, furioso.
—Ha
sido Loth.
Kalion partió de la
ciudad sin demora. Mientras él estaba en el valle, combatiendo la
amenaza de los duendes rojos, un hombre había llegado a la ciudad, y
se había llevado a su hijo. Dijo llamarse Loth y, una vez en el
castillo real, lanzó un hechizo que paralizó a los presentes. A
continuación, cogió al bebé en brazos y desapareció en medio de
un humo negro. Parecía una locura pero, por lo visto, el mismísimo
Gran Brujo Loth, que abandonó Zilabon doscientos años atrás,
seguía aún vivo, y había raptado al bebé. El rey estaba como loco
y sólo se le ocurría un lugar donde poder encontrar a Loth, allí
donde se marchó doscientos años antes: las cuevas de Marko, al sur.
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continuará